Esto
de morir en misión de concordia, como un mensajero
que salvaguarda el lenguaje por encima de todo vasallaje,
es un gesto de amor inenarrable, en un campo al que todos
estamos llamados a sosegar. Derribar las barreras de la hostilidad
como sembradores de luz, en medio de tantas confusiones, no
será en balde. A base de armonizar sílabas,
surge el poema. Estos apóstoles del bien hacer que,
saltando todos los riesgos y sorteando todos los baches, tratan
de poner orden donde hay desorden, son los nuevos salvadores
de los derechos humanos y valedores del deber humano.
Por
desgracia, debido a la agitación de injusticias que
soporta el mundo, son muchas las personas que se dejan la
vida en el camino por esta causa noble. Sin embargo, a pesar
de esas estampas tan crueles de siega de personas, por unos
motivos u otros; la presencia de escudos humanos, vigilantes
de la paz, no disminuye. Hay energías que son innatas
en el corazón humano. Nuestras Fuerzas Armadas son
un ejemplo de coraje en este sentido, héroes en la
entrega. Ellos saben que la paz es una conquista a reconquistar,
una labor continua y constante, posible aunque requiera esfuerzos.
Se donan y lo donan todo, hasta su propia vida.
Todos
nosotros hemos de unirnos a estos protectores de libertad
y justicia, siempre dispuestos a prestar ayuda donde se les
requiere, como verdaderos poetas en guardia. Si el desafío
de la paz es grande, la recompensa tiene su gozo, al darse
a los demás. Una buena manera de crecer por dentro,
mientras por fuera crece la calma. Dicen que los militares,
misioneros o voluntarios que se mueven en misión humanitaria,
han de ser valientes y han de estar preparados para el tránsito.
Para nada comparto ese dicho. ¿Por qué causa
mezquina los que regalan amistad y vida, han de recibir muerte?
No podemos, por tanto, sino desaprobar toda ofensa a la paz;
una paz que no significa solamente ausencia de guerras, deben
darse auténticas atmósferas de respeto a la
dignidad y a los derechos de cada ser humano, para su realización
plena.
Por
consiguiente, toda muerte en misión de paz, debe, cuando
menos, hacernos reflexionar. Si el dolor siempre tiene un
sentido ante los ojos de Dios, también ante los ojos
humanos ha de suscitar profundos pensamientos que nos otorguen
una mayor conciencia solidaria, para estar en paz consigo
mismo. Sólo da paz el que tiene paz. Desterrar la explotación
de los débiles y que desaparezcan del mapa las preocupantes
zonas de miseria y las desigualdades sociales, es prioritario
para firmar este beso en verso, que es la alianza humana,
con la libertad conciliadora de la quietud. Que el martirio
de los que mueren en misión de paz no nos deje indiferentes,
ni pasivos. Antes bien, somos deudores de una lección
legada para el recuerdo y para la vida; un compromiso que
nos compromete directamente a la familia humana. Cuando la
familia falla en su papel solidario, los lenguajes se vuelven
piedras y los diálogos muros para la discordia. Así
es imposible parar guerra alguna.