Desde
que la comunidad internacional reconoce que los recursos
del mundo son limitados y que cada país
tiene el deber de aplicar políticas educativas orientadas
a la mejora de la convivencia y a la protección del
ambiente, he pensado que los centros universitarios son fundamentales
para afrontar este desafío. Desde luego, ha de nacer
una nueva universidad, lejos de ser un mercado de títulos,
puesto que su espacio debe ser el medio por excelencia de la
búsqueda y del análisis. En consecuencia, la
modernización debe ir más allá de una
mera ordenación de enseñanzas, por muchas puertas
que nos abran al mercado laboral. A mi juicio, de lo que se
trata es de apuntalar a la sapiencia, lo humanístico.
Este saber, sin duda, sería el mejor rendimiento académico
puesto que ganaríamos humanidad. Poco interesan los
niveles de Grado, Master y Doctorado, si luego nos importa
un bledo el deterioro ecológico por ejemplo.
Me
parece decisivo para las relaciones recíprocas en
un mundo globalizado el respeto a todo ser humano, provenga
de donde provenga y habite donde la plazca, pues si los ciudadanos
no son vistos como personas, será muy complicado alcanzar
una plena justicia en el mundo por mucha sabiduría que
cosechemos. Puede que sea necesario que las universidades sean
las responsables de diseñar y proponer los planes de
estudios que consideren más atractivos y acordes con
sus recursos e intereses, pero considero que debe haber
un denominador común en esa enseñanza, que para
nada resta autonomía universitaria, en el sentido de
que una cultura de mínimos debe ser a medida de la persona,
humanística, superando las tentaciones de un saber plegado
al pragmatismo o disperso en las infinitas expresiones de la
erudición y, por tanto, incapaz de dar sentido a la
vida y mucho menos de ayudar a vivir en comunidad.
La
universidad (con minúscula pero con saber mayúsculo)
que el mundo desea, y que el mundo precisa, ha de promover
una visión de la sociedad centrada en la persona humana
y en sus derechos inalienables, en los valores de la justicia
y de la paz, en una correcta relación entre personas,
sociedad y Estado, y en la lógica de la solidaridad
y de la subsidiariedad. Más que facilitar el camino
hacia la especialización de las universidades y su plena
adaptación a las necesidades de la economía de
mercado, hay que conseguir que las universidades se transformen
en universos culturales, donde el diálogo sea lenguaje
de máximos y la ética una exigencia intrínseca.
No se debiera tratar tanto de instruir de manera productiva
a los mejores profesionales como de formar ciudadanos de corazón,
con un altísimo sentido de misión cívica,
que consideren su profesión como servicio al mundo en
su globalidad. Que la sociedad tecnológica destierre
los valores del espíritu es la peor de las enseñanzas
para entender las diferentes tradiciones y optimizar la consideración
de unos para con otros ante la interdependencia de los pueblos.
Se
podrán establecer los mejores mecanismos de garantía
de calidad, pero si se olvidan o destierran valores humanos,
poco habremos avanzado. Tendremos una universidad fragmentada
por saberes y poco más. Habremos parcelado la universidad
como un mercado, pero no habremos conseguido relanzar el valor
de la persona humana para construir un futuro más seguro
y menos injusto, despojado de ese cáncer angustioso
que caracteriza al hombre contemporáneo. A los jóvenes
hay que formarlos, en un entorno universitario cultivado y
floreciente, haciéndoles ver que su formación
en valores es necesaria para sentirse partícipes de
la construcción de la comunidad europea.
La
creación de una Europa basada en el conocimiento
puede ser uno de los objetivos fundamentales de la Unión
Europea, pero no pasa de estar ahí, porque el saber
precisa algo más que una relación de disciplinas
injertadas y casi siempre desunidas. La crisis de la modernidad
y del cambio, la desorientación del ser humano es bien
patente. Sin embargo, actualmente el número de jóvenes
europeos titulares de un diploma de enseñanza superior
supera con creces al de las generaciones anteriores. La dejadez
de toda ética en los planes universitarios actuales,
y me temo que futuros, ha conducido y seguirá conduciendo
si esto no se ataja, a una situación deshumanizadora
por muchos progresos económicos y técnicos que
coleccionemos en la hoja de vivos. Hoy, por el contrario, la
humanidad se siente profundamente atemorizada. Está visto
que, en el contesto de este conocimiento universitario, el
ser humano no siempre se humaniza ni se hace de veras más
persona, o sea, más maduro en cuanto a la estética
de la vida, de vivir y dejar vivir, más responsable,
más abierto a los demás.
Pienso
que el mundo de la universidad debe salir al encuentro y
convertirse aún más en un centro de reflexión
sobre el saber humanizador, así como en un foro de
debate y de diálogo entre científicos y ciudadanos,
entre docentes y discentes. A no pocos estudiantes les decepciona
una universidad en la que no encuentran la formación
que realmente necesitan para orientar su vida y sentirse
realizado como persona. En consecuencia, que nazca una nueva
universidad para esta Europa dividida, pienso que es una
buena noticia porque se precisa más que nunca. Y creo
que será gozosa novedad en la medida que alcance a
permanecer fiel a su vocación de cuna del humanismo,
como lugar privilegiado de creación de cultura humanizadora y
de forja de pensamiento. En suma, que germine una nueva universidad
distinta, capaz de formar por encima de informar, que ayude
a tener autonomía a la persona y a ser mejores, que
ofrezca no sólo disciplinas, sino también éticas
de sabiduría, libres de la esclavitud de las ideologías
políticas o de la economía de mercado, capaz
de abrirse al ser humano desde el humano ser, será para
celebrarlo. Loar que las universidades formen seres con actitudes
humanas, aptos para gobernarse a sí mismos y no para
se gobernados por los demás, sería un avance
sin precedentes, donde el vencedor sería la educación
y el vencido la distinción de clases. ¡Qué justicia
más grande!
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