A
punto de comenzar un nuevo curso escolar, la irresponsabilidad
de algunos sectores del aprendizaje es manifiesta, aunque
bien es verdad que el grado de ineptitud varía de
unas comunidades autónomas a otras y, también,
de unas provincias a otras; una enseñanza que está en
manos de muchos, que pende de lo que se instruye en el aula,
pero también
en los hogares y en la propia calle. En consecuencia, el reto
de la educación es una responsabilidad colectiva. Pienso
que la poderosa influencia que ejercen los diversos contextos
familiares, territoriales y sociales, debe obligarnos a centrarnos
en propuestas educativas de acción conjunta, lejos de
propuestas políticas de acción divergente o de
idearios que ni los comparte la propia estirpe. No se puede
ofrecer un servicio cualificado en desunión y en desajuste
con las familias, nos hace falta su implicación total,
así como la garantía del Estado hacia colectivos
más vulnerables para mejorar su formación y prevenir
el grave riesgo de exclusión social, tan crecido en
esta sociedad elitista a más no poder y jerarquizada
como nunca.
En
esa responsabilidad colectiva emerge una sociedad desencantada,
que no acaba de encontrar sitio, que lo basa todo en el sistema
productivo de unos resultados que nos deshumanizan totalmente,
rehusando valores inherentes a la persona que, por desgracia,
no están de moda ni venden. Fruto de esa fe ciega en
producir para tener más cosas, emerge una sensación
de soledad y de vacío interior. Nuestros escolares,
que directamente o indirectamente sufren esta esclavitud, no
son ajenos y sus miradas suelen respirar amarguras impropias
de la edad, actitudes de desconfianza y rechazo, de violencia
e incomprensión. En la mayoría de las veces,
los padres, ni se enteran o no quieren enterarse; el seguimiento
que hacen de la formación de sus hijos –según
estudios últimos realizados- desciende vertiginosamente.
Ante este fenómeno de pasividad por parte de los progenitores,
los centros docentes han de llevar a cabo actividades o planes
de formación dirigidos fundamentalmente a ellos, como
pueden ser las Escuelas de Padres. El reto, sin duda, radica
en estrechar los vínculos hasta formar un todo, entre
las comunidades educativas, familiares y fuerzas sociales.
Mal
se pueden reducir discrepancias si los eternos problemas de
siempre, lejos de resolverse, aumentan o persisten. No pocas
familias tienen aún dificultades para ejercer su derecho
de elegir el tipo de enseñanza que deseen para sus hijos
de acuerdo con sus convicciones. Ahora machaconamente se habla
de una educación de calidad, en todos los niveles del
sistema educativo, y lo único que impera es el fracaso
escolar verdaderamente alarmante, fruto de la devaluación
del esfuerzo que sólo aparece recogido como añadidura
y poco más, en una ley, que para nada estimula el deseo
de seguir aprendiendo. El esfuerzo, además, debe ser
algo más que un mero producto, que una cuenta
de resultados académicos, debe ser un valor de realización
propia y una actitud de mayor servicio a una humanidad globalizada.
Por
el contrario, el proyecto educativo, que demanda un alto
porcentaje de familias, sigue siendo aquel que desarrolla
todas las capacidades del ser humano, lo que se concibe como
formación
integral y que, sin embargo, en la escuela católica
es santo y seña, aunque luego conseguir el objetivo
sea también otra cuestión. A propósito,
la norma estatal, muy débilmente e inspirándose
en los principios y fines de la educación, habla de “la
orientación educativa y profesional de los estudiantes,
como medio necesario para el logro de una formación
personalizada, que propicie una educación integral en
conocimientos, destrezas y valores”. Toda escuela que
se precie, sea del signo que sea, ha de estar al servicio de
la educación integral, lo que conlleva saberes religiosos
y morales, cívicos y éticos, filosóficos
y estéticos, equiparables con otras disciplinas, puesto
que armonizan actitudes fundamentales frente a la vida, consigo
mismo y para con los demás. Cuando se da esta acción
educativa integradora, y por ende humanizadora, hace posible
una personalidad crítica y libre, con capacidad para
el discernimiento, no sólo productivo, capacita para
optar por el bien y la verdad, por aquellas opciones que favorecen
la mejora de la sociedad.
Resulta
doloroso ver cómo el cultivo de la interioridad
de los educandos importa más bien poco, o nada, en los
planes educativos. Sin embargo, cuando las familias y la misma
sociedad se desestructura, creo que es sumamente necesario
injertar en los alumnos otras sabidurías que no encuentran
en su ámbito de convivencia normal, como pueden ser
una mayor confianza, razones para amar e incluso para vivir.
Las estadísticas se disparan, confirman una juventud
depresiva, desilusionada y con fuertes enganches a las adicciones.
En gran medida, todas estas desviaciones son consecuencia de
esa falta de vida interior, -vida en valores-, de sentido
de la responsabilidad y capacidad para tomar decisiones. ¿Cuántos
adolescentes, de los que la ley obliga a estar escolarizados,
necesitan darle otro sentido a su vida, una orientación
a su vivir? Fatídicamente, muchos de ellos, han perdido
la fe en el propio ser humano y, lo que es peor, la toma de
conciencia de su ser como personas.
La
otra fe, la natural, porque el ser humano es religioso por
naturaleza, aquella que mueve montañas y de la que por
cierto nada dice la actual ley de educación, es también
un saber razonable que debiera considerarse, ya que es un conocer
que se traduce en expresiones objetivas de valor universal. Atmósfera
que, a mi juicio, favorece el clima de convivencia, máxime
en una sociedad pluralista que comulga, en demasiadas ocasiones,
con las únicas sábanas de la fe a don dinero.
Sorprendentemente, el gobierno por su cuenta y riesgo, ha puesto
otra fe más mundana, la educación para la ciudadanía,
que hasta ahora lo único que ha levantado es la indignación
de unos padres responsables que se niegan a que el Estado les
suplante como educadores de la conciencia moral de sus hijos.
Mal, muy mal, aunque la norma tenga buenas intenciones. Igual
que existe la responsabilidad colectiva en el reto de la educación,
creo que ha de existir también la responsabilidad colectiva
de promover el acuerdo más consensuado. Una disciplina
que crispa a los que son garantes de la educación de sus
hijos, no tiene sentido que exista. Además, de que no
es justo, una educación que está siempre a la
deriva del gobierno de turno. |