Érase
una vez un sueño, con pocas luces. Pretenden
catequizarnos en el amor a los libros, bajo posturas borreguiles
y sobre pastos descerebrados. La lectura por ley es una imbecilidad
más. O por ley la lectura, tiene bemoles. Esto repela,
por principio de inercia. Que me digan lo que tengo que hacer,
y no cuenten conmigo, es una tomadura de pelo en toda la extensión
del término. Las bibliotecas no son de la santa devoción
de las gentes porque tienen las mismas barreras de siempre.
No se adaptan a nuestros horarios de ocio. Nos quedan lejos
del barrio. Tienen pocos libros de interés que nos calmen
la curiosidad, nos curen las penas y humanicen. En el caso
de que sean poseedores de volúmenes ancestrales, hablo
de los clásicos de siempre, ¡qué dolor
siento de que vivan empolvados! ¿Dónde está la
legión de animadores socioculturales para que estimule
a desempolvarlos el pueblo?
Las
instituciones poco pueden promover en colaboración,
cuando de todos es sabido que se pisan unas a otras, en total
desconcierto, actos culturales; se roban protagonismo, sobre
todo si calzan etiquetas distintas, pensando antes en el lucro
político que en la rentabilidad humanizadora. Es absurdo
darle a los ciudadanos un catecismo normativo para que lean
y permitir que las bibliotecas funcionen de mal en peor, o
no existan, que el libro carezca de un precio reglado de protección,
o que no se le considere un bien de consumo de primera necesidad.
Un libro no es un objeto de decoración, es un amigo
de compañía con el que dialogamos y nos enriquecemos.
Habría que empezar por cambiar ese mal uso del libro
y valorarlo en su justa medida.
Poco
sentido tendrá el Observatorio de la Lectura y
del Libro, si acaso para colocar a algún desempleado
político más, sino es reparador de estas contrariedades
y revulsivo. Hasta ahora, el libro fuente, ha sido el gran
marginado. Llegar a un buen libro no es fácil porque
hay pocos catadores libres (o librepensadores) con capacidad
de participarlo públicamente. La crítica imparcial
no existe en un mercado de intereses. También contamos,
por desgracia, con mayoría de autores que se reproducen
como cucarachas, títeres de algún gobierno de
turno que, a cambio, les han premiado con sustanciosos dividendos.
Claro, como de todo hay, tenemos más bien pocos, pero
ahí están, casi siempre exiliados, los verdaderos
intelectuales, aquellos que no suelen dejarse utilizar, e incomprensiblemente,
por ello se les margina. Sucede lo mismo cuando el Estado o
la Administración la convertimos en editora. No tiene
sentido. A más libros, no tiene porque haber más
lectores. O cuando se crean círculos cerrados, elegidos
por misteriosos jefes políticos, para impartir determinadas
lecturas o talleres. Tampoco tiene mucho fundamento para acrecentar
la lectura.
La
pasión por los libros se consigue de otra manera,
más profunda, más de raíz. Los cimientos
de la lectura requieren otras independencias y aperturas, no
precisan de normas en sentido estricto, más bien de
hazañas silenciosas educadoras y educativas, que nos
hagan cambiar actitudes de vida. No lo mezclemos con la mano
política. Es más bien un objetivo de todos y
debe ser obra de todos. Esto si que genera adictos y adeptos.
Lo único que puede hacer el Estado, sería facilitar
el camino y crear atmósferas que propiciasen el hábito
de leer. No me parece de buen tino, ni tampoco de buen tono,
que diría el poeta, a golpe de ley meter la letra por
los ojos. Yo me quedo con Quevedo: “vivo en conversación
con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos”. Esta
norma conversadora, no impuesta, de beber las palabras desde
la emoción, seguro que resulta una ocupación
que acaba enganchando. El Estado, con tener abiertas las bibliotecas
y bien surtidas, con profesionales auténticos, siempre
en guardia y siempre con las luces de la persuasión
a punto, como si fueran unos grandes almacenes, sólo
con esto, ya surtiría de gozos leer como divertimento
que es de lo que se trata. |