Narrativa
       

Alonso Reyes Cuevas

 

Las flores y el amor

 

Aquella noche llovía fuerte. En la calle las lámparas de sodio dejaban caer el haz de luz ámbar penetrando la lluvia que caía del cielo negro. Algunos automóviles que corrían salpicaban el agua y parecía que llevaran alas cristalinas y el reflejo de sus faros cruzaba horizontalmente la tupida cortina lluviosa. ¡La noche, la lluvia y la luz, eran un encanto de la naturaleza! Había humedad y los amigos no salieron al acostumbrado café. El fresco de la noche hizo que me abrigara. Quise leer y me dirigí a un viejo baúl de la casa en el que me encontré, viejo también, un libro de raídas pastas rojas, cuyas hojas, el tiempo había lastimado. Sin embargo, en días de soledad, disfrutaba, leyendo su maravilloso contenido y mi gozo era mayor al caminar entre sus líneas y por su tiempo infinito... Por la verde campiña, desgarbado, se veía caminar un escuálido caballo y sobre su lomo, un hombre de elevada estatura, espada al cinto y larga lanza en la diestra, yelmo y... pensamiento fascinante. A su lado, el fiel y gordo escudero caminaba con lentitud. ¡De pronto, pardos molidos de viento les taparon el paso! ...Gigantes monstruosos creyó ver en ellos el caballero hidalgo. Picó los ijares del noble bruto y lanza en ristre atacó con furia... Momentos más tarde, el inseparable compañero, pujaba y repujaba para poner en pie a su señor quien, con todo y armadura, yacía en el suelo después del encontronazo... Sintiéndose libre, el viejo animal, ensillado y todo, se había alejado en busca de pasto fresco...

Las manos de un niño de corta edad, se asieron de la rienda y de un salto montó sobre la silla, palmeó el cuello del caballo y le llamó por su nombre con cariño y alegría; lo animó, tiró de la rienda, dieron media vuelta y cabalgaron rumbo a lejanos horizontes. En su carrera, el caballo volteó la cabeza, buscando desesperado con la mirada, a su amo, al que alcanzó a ver, asido en cruz, a una de las grandes aspas del molino, a la que al fin, había atravesado con su larga espada. Raudo y majestuoso daba vueltas al impulso de la suave brisa que soplaba en la planicie. El niño y el caballo corrieron por valles y montañas, subieron al cielo y sobre las nubes gozaron de las bellezas del mundo, del tiempo y del espacio. Bajaron a tierra firme. ¡Shoooo! ¡Shoooo! -dijo el niño, jalando de la rienda, al ver que las grandes y largas orejas del animal se paraban y su cuerpo se erizaba-. Estamos llegando a mi pueblo. No te asustes. ¿Ves aquella escalera tendida que va en medio de la calle? pues son líneas del ferrocarril. No lo conoces ¿Verdad? ¡Claro! Pero no importa ¡Arre, Arre! -le acarició la crin, le golpeó las costillas con sus piernas, ya que sus pies no alcanzaban los estribos, movió la rienda y caminaron por aquella larga, larga, pedregosa y polvosa calle. El niño cabalgaba encantado, pero su compañero iba muy nervioso, casi caracoleando, ante un mundo desconocido. Todo en su viejo cuerpo estaba en estado de máxima alerta. Serían las ocho horas de la mañana, cuando el silbido estridente y agudo y el tracatraca del ferrocarril se dejó sentir, al cruzar muy cerca de ellos, dejando una estela de humo negro que salía de su chimenea. Fue la locura para el pobre animal, pues, al igual que su dueño creyó ver monstruos de los molinos de viento, él creyó que aquello que pasó a su lado, rugiendo, era un gigantesco gusano. No pudo más y sacando fuerzas de su flaqueza, levantó las patas delanteras y en un relincho enloquecido que ha de haber escuchado su noble señor allá en lontananza, se sacudió, tiró al niño, giró en redondo y en desbocada carrera regresó por el mismo camino y se perdió en la lejanía y en el tiempo. Arturo, el niño, que vestía pantalones cortos, camisas de manga corta, zapatos y calcetines, se incorporaba y sacudía el polvo de sus ropas, mirando el tren que se alejaba pitando ante la proximidad de la estación. A sus espaldas, una bicicleta de mujer frenó para evitar atropellarlo. Su conductora, una niña muy linda de cabellos color de miel, sonriente y sin desmontar le dijo -¡Te caistes? -sí-, -le contestó -Me tiró el caballo ése, al asustarse por el paso del tren. ¿El caballo? ¿Cuál caballo? -le dijo la niña-. Aquél que se va por allá -dijo él, señalando sus espaldas con la mano derecha. Mas no viendo nada por el camino y un tanto confuso, se encogió de hombros. Mirándose las rodillas que se le habían raspado y le sangraban, se puso a quitarles el polvo que se les había incrustado, soplándolas con fuerzas. Se puso de pie y mirando a las niñas y su bicicleta, le preguntó ¿Y esas flores que llevas en la canastilla? -Las vendo a quien las quiera -le contestó-. ¿Te gustan? -Sí, sí... me gustan mucho... pero, más me duelen las rodillas. -Eso te pasa por andar en la travesura. Ten, te obsequio ésta; le llaman "Mariposa" y huele muy bonito. Segura estoy que te quitará hasta el dolor de tus rodillas. Con una sonrisa que, fugaz, anidó desde entonces en el corazón del niño, pedaleaba ella su bicicleta y se alejaba. -¡Gracias! -dijo él-. Espera... ¿Cómo te llamas? Y ella, riendo, muy alegre, volteó la cara hacia él y le dijo -me llaman Flor. Y tú ¿cómo te llamas? Yo... yo me llamo Arturo. Como la niña se alejaba, puso las manos en derredor de su boca a manera de bocina y en un grito, le repitió: me llamó Arturo... Arturo... Con las manos en alto se despidieron. En la del niño, una "Mariposa" aromática se agitaba...

A la niñez le salieron alas y vertiginosa se diluyó en el encanto de sus años. Arturo, para entonces, vivía en otro pueblo distante de aquél en el que Flor se transformaba en capullo encantador y llegaba a la edad de las ilusiones. Una noche, en compañía de amigos suyos, Arturo visitaba su pueblo natal que estaba de fiesta. El era ya un espigado muchacho, de fino bozo. Vestía pantalones largos y en esta ocasión camisa negra de manga larga y relucientes zapatos negros. Era alegre, deportista y sano como todo joven. Subieron las escalinatas del Palacio Municipal en donde una orquesta amenizaba el baile del sábado de fiesta. Las muchachas, sentadas en puesto de bailadoras, esperaban a que algún joven las invitara a bailar. Desde afuera del salón, los muchachos hacían planes. -Mira -dijo Arturo a uno de sus amigos-, ¿ves aquella muchacha de rizos color de miel? Sí -le contestó-, hace rato que la miro, es muy linda. Pues cuando éramos niños -señaló Arturo- me obsequió una flor a la que llamaban "Mariposa", de un aroma exquisito y desde entonces, creo que nunca la he olvidado y ahora que la vuelvo a ver, la encuentro más chula que nunca. Quién sabe si ella me recuerda. Otro de sus amigos decía con mucha picardía: -Al parecer, aquella flor tenía un embrujo muy especial... ¿No crees? -y sonriente, todos los amigos compraron un ramo de perfumadas "Mariposas" al ventero de flores que en esos momentos pasaba cerca de ellos y dijeron a Arturo: -Bueno... pues ahora a ti te corresponde obsequiarle a ese primor que te está robando el corazón, otra "Mariposa" en recuerdo de aquellos niños que, un día se conocieron... Aquí tienes -le entregaron el ramo de flores. -Te deseamos buena suerte. Gracias -les dijo. -La voy a necesitar y mucha. Nos veremos después-. Decidido cruzó el salón... -¿Flor, bailas conmigo?-; le tendió el brazo derecho. Después de muchos años de no verse, ella lo miró sorprendida. -Tú... tú eres Arturo, aquél que me contó que lo tiró un caballo? -Sí, yo soy aquel niño. Se miraron emocionados y ella se apoyó en su brazo y él aprisionó su talle y bailaron... bailaron con la alegría de sus jóvenes años y del encuentro que llegó inesperado. Arturo sacó de su bolsa un pequeño ramo de flores y le dijo -son para ti... te quiero, Flor. Y creo que te he querido desde siempre... desde un día en que me obsequiaste una flor como éstas... Éramos entonces unos niños... ¿Te acuerdas? -Arturo... Arturo... yo... yo también te quiero -respondió Flor, ruborizada-. Se miraron a los ojos largamente y a través de ellos se dijeron mil palabras de amor. Sus cuerpos se acercaron, casi dejaron de bailar, cerraron los ojos y soñaron. Sus labios se rozaron y en un beso furtivo afirmaban el nacimiento de un gran amor. Cuando abrieron los ojos rieron y embargados de felicidad continuaron bailando, disfrutando en el paraíso del amor que invadía sus corazones. Bailaron una melodía sin fin y sólo se detuvieron cuando escucharon los aplausos y los vítores de las demás parejas y de sus amigos que se habían acercado y que los habían rodeado hacía un buen rato, al darse cuenta de que seguían bailando, mucho después de que la orquesta había dejando de tocar. Sorprendidos, miraban a todos y al fin, abrazados, se unieron a la alegría reinante. Los músicos de la orquesta, al darse cuenta del detalle, les obsequiaron alegre diana. El amor que nación aquella noche, jamás moriría...

Casi amanecía, cuando Arturo caminaba rumbo a su casa. Había una fresca neblina que humedecía el ambiente. Iba feliz de haber encontrado en Flor, el amor de su vida. A su paso por las calles, saludaba a la gente madrugadora con una inclinación de cabeza y un jovial ¡buenos días! Llegó a la casa y entró por el portón del patio. Caminó por el jardín arbolado, lleno de hermosas flores y entró en la vivienda. Ahí se detuvo. Una reflexión lo sorprendió. Volteó para mirar por donde había venido y grande fue su sorpresa al darse cuenta que ni el portón ni la puerta de la casa se habían abierto para que él pasara. -Qué raro -se dijo-. Ahora me doy cuenta de otra cosa: Ninguna persona de aquellas a las que saludé por la calle me respondió, a pesar del respeto y la cordialidad con que les saludaba. -¿Será que ninguna me vio?, ¿ninguna me escuchó. No encontrando respuesta a sus reflexiones, Arturo sentía el agradable calor del hogar y estaba ahí, en su casa. Llegó a la sala de los libros, en donde un televisor, un modular de alta fidelidad y muebles, hacían compañía a un hombre de escasos cabellos grises, quien sentado en un sillón, con los ojos cerrados, tenía sobre las piernas un viejo libro abierto. En su rostro se apreciaba algo así como una sonrisa y por las arrugas de su cara, una lágrima resbalada. De pie ante él, lo miró largo rato con ternura y melancolía. En las páginas del libro vio a Rocinante que llegaba jadeante al encuentro de su Señor, quien al pie de un molino de viento, vestido de recia armadura, escudo en el brazo izquierdo y lanza en la mano derecha, con el yelmo descubriéndole la cara, escudriñaba, junto a su fiel escudero, el horizonte...

-¡Arturo, mi vida!, te volviste a quedar en ese viejo sillón. Ya ven a desayunar, que el café está calientito y sabroso... La voz que así me llamaba era la de mi mujer y aunque la escuchaba muy distante, estaba apenas en la cocina en donde, después de preparar el desayuno se arreglaba y peinaba su ya blanca cabellera en la que aún se escondían mechones color de miel. Aunque estaba ya despierto, me negaba a abrir los ojos. Pensaba en el joven que tenía enfrente de mí y que me miraba hacía largo rato. Disfrutaba de su presencia, quería aprisionarlo, ansiaba ser como él... Al fin, decidí enfrentarlo y me restregué los ojos con el dorso de mis manos y al abrirlos ¡oh desilusión!, ya era tarde. En ese instante, éramos ya uno solo... Me puse de pie, guardé el libro y de un profundo bostezo llené de aire mis pulmones. Una grata sensación me invadió. Me sentí revitalizado y mi voz desgastada por los años idos, sonó diferente. Casi con alegría respondí: ¡Ya voy!, ¡ya voy, amorcito mío! Permíteme ir al jardín por una "Mariposa" para tus cabellos.

 
Fuente: Manantial. Alonso Reyes Cuevas. Calkiní, Campeche