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Aquella
noche llovía fuerte. En la calle las lámparas
de sodio dejaban caer el haz de luz ámbar penetrando
la lluvia que caía del cielo negro. Algunos
automóviles que corrían salpicaban el
agua y parecía que llevaran alas cristalinas
y el reflejo de sus faros cruzaba horizontalmente
la tupida cortina lluviosa. ¡La noche, la lluvia
y la luz, eran un encanto de la naturaleza! Había
humedad y los amigos no salieron al acostumbrado café.
El fresco de la noche hizo que me abrigara. Quise
leer y me dirigí a un viejo baúl de
la casa en el que me encontré, viejo también,
un libro de raídas pastas rojas, cuyas hojas,
el tiempo había lastimado. Sin embargo, en
días de soledad, disfrutaba, leyendo su maravilloso
contenido y mi gozo era mayor al caminar entre sus
líneas y por su tiempo infinito... Por la verde
campiña, desgarbado, se veía caminar
un escuálido caballo y sobre su lomo, un hombre
de elevada estatura, espada al cinto y larga lanza
en la diestra, yelmo y... pensamiento fascinante.
A su lado, el fiel y gordo escudero caminaba con lentitud.
¡De pronto, pardos molidos de viento les taparon
el paso! ...Gigantes monstruosos creyó ver
en ellos el caballero hidalgo. Picó los ijares
del noble bruto y lanza en ristre atacó con
furia... Momentos más tarde, el inseparable
compañero, pujaba y repujaba para poner en
pie a su señor quien, con todo y armadura,
yacía en el suelo después del encontronazo...
Sintiéndose libre, el viejo animal, ensillado
y todo, se había alejado en busca de pasto
fresco...
Las
manos de un niño de corta edad, se asieron
de la rienda y de un salto montó sobre la silla,
palmeó el cuello del caballo y le llamó
por su nombre con cariño y alegría;
lo animó, tiró de la rienda, dieron
media vuelta y cabalgaron rumbo a lejanos horizontes.
En su carrera, el caballo volteó la cabeza,
buscando desesperado con la mirada, a su amo, al que
alcanzó a ver, asido en cruz, a una de las
grandes aspas del molino, a la que al fin, había
atravesado con su larga espada. Raudo y majestuoso
daba vueltas al impulso de la suave brisa que soplaba
en la planicie. El niño y el caballo corrieron
por valles y montañas, subieron al cielo y
sobre las nubes gozaron de las bellezas del mundo,
del tiempo y del espacio. Bajaron a tierra firme.
¡Shoooo! ¡Shoooo! -dijo el niño,
jalando de la rienda, al ver que las grandes y largas
orejas del animal se paraban y su cuerpo se erizaba-.
Estamos llegando a mi pueblo. No te asustes. ¿Ves
aquella escalera tendida que va en medio de la calle?
pues son líneas del ferrocarril. No lo conoces
¿Verdad? ¡Claro! Pero no importa ¡Arre,
Arre! -le acarició la crin, le golpeó
las costillas con sus piernas, ya que sus pies no
alcanzaban los estribos, movió la rienda y
caminaron por aquella larga, larga, pedregosa y polvosa
calle. El niño cabalgaba encantado, pero su
compañero iba muy nervioso, casi caracoleando,
ante un mundo desconocido. Todo en su viejo cuerpo
estaba en estado de máxima alerta. Serían
las ocho horas de la mañana, cuando el silbido
estridente y agudo y el tracatraca del ferrocarril
se dejó sentir, al cruzar muy cerca de ellos,
dejando una estela de humo negro que salía
de su chimenea. Fue la locura para el pobre animal,
pues, al igual que su dueño creyó ver
monstruos de los molinos de viento, él creyó
que aquello que pasó a su lado, rugiendo, era
un gigantesco gusano. No pudo más y sacando
fuerzas de su flaqueza, levantó las patas delanteras
y en un relincho enloquecido que ha de haber escuchado
su noble señor allá en lontananza, se
sacudió, tiró al niño, giró
en redondo y en desbocada carrera regresó por
el mismo camino y se perdió en la lejanía
y en el tiempo. Arturo, el niño, que vestía
pantalones cortos, camisas de manga corta, zapatos
y calcetines, se incorporaba y sacudía el polvo
de sus ropas, mirando el tren que se alejaba pitando
ante la proximidad de la estación. A sus espaldas,
una bicicleta de mujer frenó para evitar atropellarlo.
Su conductora, una niña muy linda de cabellos
color de miel, sonriente y sin desmontar le dijo -¡Te
caistes? -sí-, -le contestó -Me tiró
el caballo ése, al asustarse por el paso del
tren. ¿El caballo? ¿Cuál caballo?
-le dijo la niña-. Aquél que se va por
allá -dijo él, señalando sus
espaldas con la mano derecha. Mas no viendo nada por
el camino y un tanto confuso, se encogió de
hombros. Mirándose las rodillas que se le habían
raspado y le sangraban, se puso a quitarles el polvo
que se les había incrustado, soplándolas
con fuerzas. Se puso de pie y mirando a las niñas
y su bicicleta, le preguntó ¿Y esas
flores que llevas en la canastilla? -Las vendo a quien
las quiera -le contestó-. ¿Te gustan?
-Sí, sí... me gustan mucho... pero,
más me duelen las rodillas. -Eso te pasa por
andar en la travesura. Ten, te obsequio ésta;
le llaman "Mariposa" y huele muy bonito.
Segura estoy que te quitará hasta el dolor
de tus rodillas. Con una sonrisa que, fugaz, anidó
desde entonces en el corazón del niño,
pedaleaba ella su bicicleta y se alejaba. -¡Gracias!
-dijo él-. Espera... ¿Cómo te
llamas? Y ella, riendo, muy alegre, volteó
la cara hacia él y le dijo -me llaman Flor.
Y tú ¿cómo te llamas? Yo... yo
me llamo Arturo. Como la niña se alejaba, puso
las manos en derredor de su boca a manera de bocina
y en un grito, le repitió: me llamó
Arturo... Arturo... Con las manos en alto se despidieron.
En la del niño, una "Mariposa" aromática
se agitaba...
A
la niñez le salieron alas y vertiginosa se
diluyó en el encanto de sus años. Arturo,
para entonces, vivía en otro pueblo distante
de aquél en el que Flor se transformaba en
capullo encantador y llegaba a la edad de las ilusiones.
Una noche, en compañía de amigos suyos,
Arturo visitaba su pueblo natal que estaba de fiesta.
El era ya un espigado muchacho, de fino bozo. Vestía
pantalones largos y en esta ocasión camisa
negra de manga larga y relucientes zapatos negros.
Era alegre, deportista y sano como todo joven. Subieron
las escalinatas del Palacio Municipal en donde una
orquesta amenizaba el baile del sábado de fiesta.
Las muchachas, sentadas en puesto de bailadoras, esperaban
a que algún joven las invitara a bailar. Desde
afuera del salón, los muchachos hacían
planes. -Mira -dijo Arturo a uno de sus amigos-, ¿ves
aquella muchacha de rizos color de miel? Sí
-le contestó-, hace rato que la miro, es muy
linda. Pues cuando éramos niños -señaló
Arturo- me obsequió una flor a la que llamaban
"Mariposa", de un aroma exquisito y desde
entonces, creo que nunca la he olvidado y ahora que
la vuelvo a ver, la encuentro más chula que
nunca. Quién sabe si ella me recuerda. Otro
de sus amigos decía con mucha picardía:
-Al parecer, aquella flor tenía un embrujo
muy especial... ¿No crees? -y sonriente, todos
los amigos compraron un ramo de perfumadas "Mariposas"
al ventero de flores que en esos momentos pasaba cerca
de ellos y dijeron a Arturo: -Bueno... pues ahora
a ti te corresponde obsequiarle a ese primor que te
está robando el corazón, otra "Mariposa"
en recuerdo de aquellos niños que, un día
se conocieron... Aquí tienes -le entregaron
el ramo de flores. -Te deseamos buena suerte. Gracias
-les dijo. -La voy a necesitar y mucha. Nos veremos
después-. Decidido cruzó el salón...
-¿Flor, bailas conmigo?-; le tendió
el brazo derecho. Después de muchos años
de no verse, ella lo miró sorprendida. -Tú...
tú eres Arturo, aquél que me contó
que lo tiró un caballo? -Sí, yo soy
aquel niño. Se miraron emocionados y ella se
apoyó en su brazo y él aprisionó
su talle y bailaron... bailaron con la alegría
de sus jóvenes años y del encuentro
que llegó inesperado. Arturo sacó de
su bolsa un pequeño ramo de flores y le dijo
-son para ti... te quiero, Flor. Y creo que te he
querido desde siempre... desde un día en que
me obsequiaste una flor como éstas... Éramos
entonces unos niños... ¿Te acuerdas?
-Arturo... Arturo... yo... yo también te quiero
-respondió Flor, ruborizada-. Se miraron a
los ojos largamente y a través de ellos se
dijeron mil palabras de amor. Sus cuerpos se acercaron,
casi dejaron de bailar, cerraron los ojos y soñaron.
Sus labios se rozaron y en un beso furtivo afirmaban
el nacimiento de un gran amor. Cuando abrieron los
ojos rieron y embargados de felicidad continuaron
bailando, disfrutando en el paraíso del amor
que invadía sus corazones. Bailaron una melodía
sin fin y sólo se detuvieron cuando escucharon
los aplausos y los vítores de las demás
parejas y de sus amigos que se habían acercado
y que los habían rodeado hacía un buen
rato, al darse cuenta de que seguían bailando,
mucho después de que la orquesta había
dejando de tocar. Sorprendidos, miraban a todos y
al fin, abrazados, se unieron a la alegría
reinante. Los músicos de la orquesta, al darse
cuenta del detalle, les obsequiaron alegre diana.
El amor que nación aquella noche, jamás
moriría...
Casi
amanecía, cuando Arturo caminaba rumbo a su
casa. Había una fresca neblina que humedecía
el ambiente. Iba feliz de haber encontrado en Flor,
el amor de su vida. A su paso por las calles, saludaba
a la gente madrugadora con una inclinación
de cabeza y un jovial ¡buenos días! Llegó
a la casa y entró por el portón del
patio. Caminó por el jardín arbolado,
lleno de hermosas flores y entró en la vivienda.
Ahí se detuvo. Una reflexión lo sorprendió.
Volteó para mirar por donde había venido
y grande fue su sorpresa al darse cuenta que ni el
portón ni la puerta de la casa se habían
abierto para que él pasara. -Qué raro
-se dijo-. Ahora me doy cuenta de otra cosa: Ninguna
persona de aquellas a las que saludé por la
calle me respondió, a pesar del respeto y la
cordialidad con que les saludaba. -¿Será
que ninguna me vio?, ¿ninguna me escuchó.
No encontrando respuesta a sus reflexiones, Arturo
sentía el agradable calor del hogar y estaba
ahí, en su casa. Llegó a la sala de
los libros, en donde un televisor, un modular de alta
fidelidad y muebles, hacían compañía
a un hombre de escasos cabellos grises, quien sentado
en un sillón, con los ojos cerrados, tenía
sobre las piernas un viejo libro abierto. En su rostro
se apreciaba algo así como una sonrisa y por
las arrugas de su cara, una lágrima resbalada.
De pie ante él, lo miró largo rato con
ternura y melancolía. En las páginas
del libro vio a Rocinante que llegaba jadeante al
encuentro de su Señor, quien al pie de un molino
de viento, vestido de recia armadura, escudo en el
brazo izquierdo y lanza en la mano derecha, con el
yelmo descubriéndole la cara, escudriñaba,
junto a su fiel escudero, el horizonte...
-¡Arturo,
mi vida!, te volviste a quedar en ese viejo sillón.
Ya ven a desayunar, que el café está
calientito y sabroso... La voz que así me llamaba
era la de mi mujer y aunque la escuchaba muy distante,
estaba apenas en la cocina en donde, después
de preparar el desayuno se arreglaba y peinaba su
ya blanca cabellera en la que aún se escondían
mechones color de miel. Aunque estaba ya despierto,
me negaba a abrir los ojos. Pensaba en el joven que
tenía enfrente de mí y que me miraba
hacía largo rato. Disfrutaba de su presencia,
quería aprisionarlo, ansiaba ser como él...
Al fin, decidí enfrentarlo y me restregué
los ojos con el dorso de mis manos y al abrirlos ¡oh
desilusión!, ya era tarde. En ese instante,
éramos ya uno solo... Me puse de pie, guardé
el libro y de un profundo bostezo llené de
aire mis pulmones. Una grata sensación me invadió.
Me sentí revitalizado y mi voz desgastada por
los años idos, sonó diferente. Casi
con alegría respondí: ¡Ya voy!,
¡ya voy, amorcito mío! Permíteme
ir al jardín por una "Mariposa" para
tus cabellos.
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