II
Esta
es mi tierra.
Tiene el vientre maduro y el corazón votivo.
Tiene los ojos altos de tantas lejanías
y se llena de arterias en lugar de caminos.
Viene desde mi padre y mis abuelos,
desde los abuelos de todos los abuelos,
los que fundaron una parva con aroma de espigas,
los que se multiplicaron como árboles
y alzaron, en la falda del cerro,
sus manchones de casas para hacer una aldea,
los mismos que, compartiendo sal y horizontes,
construyeron dos torres
en la plaza del mundo
y viven el engaño de medir la distancia.
Mi
tierra no es estigma de apellidos y razas.
Es una abuela digna. Es una madre generosa.
Siempre abre los brazos en señal de esperanza
y bendice la sombra de todos los que viajan.
Espera
como nadie,
con la angustia de la ausencia,
con la llaga de los abandonos,
sufriendo el sobresalto del olvido,
cuando sus hijos
se niegan al llamado de volver a casa.
Tiene
el sabor azul,
los ojos largos,
la risa humilde
y la virtud de la primera lágrima.
Tiene
la leche que nutrió mis huesos,
la huella de mis pies descalzos,
el mapa de mi piel sobre la costra
de cada cicatriz
con que la voy gastando.
De
ella tengo el fuego que me sube a la sangre,
tengo el tamaño exacto de su piel en la siembra,
el rostro virgen de la primer cosecha,
la gloria de ser niño en los solares
donde juega la lluvia,
donde crecen los árboles,
donde la risa suena como un gallo en el alba
antes de que la luna
junte, mano con mano,
la ortiga de los sueños.
Amo
y sufro esta tierra porque es mía.
Tiene mis ojos y mi piel y mi palabra.
Va contando mis días igual que un calendario
y escribe en cada piedra
el signo de esta vida
que construye caminos, paso a paso.
Yo
nací en esta tierra.
Será por eso que la amo tanto.