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La estación vieja/ - Andrés González Kantún

 
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La calle 22 que secciona a la ciudad de Calkiní, casi por la mitad, en épocas pasadas la recorría en toda su extensión el corcoveante ferrocarril de vapor de vía angosta, en bamboleos frenéticos que daban la sensación de volcarse y no pocas veces, en verdad, salirse de su carril, sin consecuencias graves en la mayoría de las veces.

Entre las calles 22 y 22”A”, se encontraba la estación vieja, llamada así porque habían dejado de funcionar las máquinas de vapor, que habían sido remplazadas por otras de mejor funcionalidad, como son los trenes diesel de vía ancha. Sin embargo, la estación sustituta ha vuelto a quedar sola debido a la mala administración de los accionistas, que no pudieron avanzar en congruencia con la exigencia de la modernidad; a diferencia de otras partes de la república y del mundo, que han sabido explotar con éxito esta clase de transporte para beneplácito de los usuarios.

Ese edificio era una estación de techo enlaminado y circundada por una calzada de piedras labradas. Contaba, además, con una sombría sala de espera con su taquilla de venta de boletos, a cargo del Sr. Peniche, y una bodega atiborrada, siempre, de fibras de henequén, rollos encimados de huano para la hechura de sombreros, maíz y abarrotes.

En su parte lateral derecha se conserva una calzada, quien sabe por cuánto tiempo más, cubierta la mitad de piedras labradas, y la otra parte, ya desaparecida, de material blanco con cenefa metálica, que se usaba como andén del ferrocarril, y paralela a ella, atravesando la carretera, se había edificado un depósito cilíndrico de agua, abastecida por un pozo que funcionaba con energía eólica (una veleta); juntas, alimentaban al tren de vapor en su sediento peregrinar por los montes del mayab, en los albores de las primeras máquinas de fuerza de vapor inventadas por el hombre. Posteriormente, en un programa de asistencia social, el gobierno estatal construyó, anexo a estos carcomidos símbolos de la existencia de una estación de ferrocarril, unos lavaderos comunales que no funcionaron para los objetivos con que fueron planeados, sino para otros, que sonrojaría a cualquiera.

En sustitución de esas reliquias fue creado un mercado ejidal, con el propósito de brindarle al campesino un espacio para expender sus productos agrícolas, con la idea de mejorar los precios ofrecidos en el mercado municipal, pero éstos, ganados por su dejadez ancestral, prefirieron para su comodidad traspasárselo a intereses particulares, y beneficiarse sin pegar un solo golpe, en una construcción que no les costó un solo centavo.

En el lado izquierdo (calle 22 “A”), frente a la vivienda del Sr. Norberto Carvajal Caamal, mejor conocido como “Rinkis”, se estacionaban los tranvías (una especie de transporte jalado por caballos) que viajaban a los poblados de Nunkiní y lugares aledaños. Y por las noches estas planas se convertían en motivo de distracción para los niños del pueblo, que las utilizaban para recorrerlas por las vías e intentaban abordarlas cuando estaban en movimiento, exponiéndose al peligro de sufrir algún accidente.

Estos recuerdos sólo se conservan tatuados en la memoria de los más viejos románticos, que tuvieron la oportunidad de deambular en los alrededores, así como en las entrañas de la estación, ya sea como trabajadores o como simples espectadores en la diaria rutina comercial y social de esa pequeña ciudad; aquéllos, favorecidos por el tiempo y la salud, continúan adoloridos en la nostalgia de cómo aquel viejo inmueble; y los corrales de la estación, donde se apacentaba a los animales que se transportaban y que necesitaban descanso en espera de los matanceros, se han ido transformando poco a poco en escuelas de educación, primeramente anfitriona del Colegio Superior de Calkiní, y de los primeros maestros rurales, y luego convertirse en el alma máter de la educación superior en la carrera de la docencia, albergando a todas las Normales de la ciudad.

La estación era una pintura regional de la vida cotidiana de un pueblo, y una dínamo que impulsaba la de por sí precaria economía de Calkiní. Por eso, la llegada del tren era una fiesta de pueblo por una razón: traía en su vientre un caudal de oportunidades de trabajo para la sociedad en general dedicada, en muchos de los casos, a trabajos inseguros.

En este cuadro pintoresco de movimiento humano, en derredor de la estación, descollaba la figura peculiar de don Pedro Sosa, cuyo trabajo era surtir a domicilio los encargos solicitados por su variada clientela, pero en una carreta de caballos y uniformado. Era el adelanto del Express universal.

“Mi vieja y cansada estación del ferrocarril de vapor de vía angosta, que te mantuviste sola durante algún tiempo sin objetivo alguno, fuiste amiga múltiple del tren brujo, de los curiosos habituales, de los pregoneros ambulantes con las manos ávidas en busca de clientes, ya sea por las ventanillas o dentro de los vagones, del buen Cris Bolívar con su exquisita cochinita y su horchata inigualable, y qué decir del chaparro don Chemas ,el de los refrescos de sabores gasificados y de aquellos tus niños cargadores que se peleaban los clientes y que acongojaban el alma, por el trabajo desempeñado como consecuencia de la necesidad, y de tus cargadores maromeros y equilibristas, aquéllos del ”leguaje florido” como Chilaya, los hermanos Pacab, Adalio y, en especial, del inolvidable Luis Medina, pero no por su lenguaje sino por la fuerza que tenía, a pesar de su figura enclenque. Todos éstos, enfilados como hormigas, cubierta parte de la cabeza y la espalda con una bolsa de harina, cargaban sobre el lomo voluminosos productos, atravesando una delgada tabla elástica sobrepuesta entre el andén y el vagón. Aunque la faena era exhaustiva, no descansaban hasta terminar con el desembarque de dos o tres vagones.

En fin, tú le diste sentido a Calkiní en su desarrollo y a mi persona por las vivencias experimentadas en tu regazo de un niño suelto, que anduvo por todos tus rincones sin reparos ni preocupaciones de nada, sin pensar en el mañana, que en esa época no era tan promisorio para muchos por la condiciones estériles de vida de la familia, así que el juego era el escape a la premeditaciones en el estudio”.

Calkiní, mi antigua ínsula en el ayer que despertabas de alegría de tu monótono letargo, con la presencia del tren de vapor en aquella vieja estación, te aseguro que ésta, amiga mía, fue el archivo de mi infancia condensada de inefables recuerdos, no la borraré nunca de mi memoria, salvo la muerte”.

 
 

Fuente: Un viaje folklórico por el solar nativo. Andrés Gomzález Kantún; Edición del Ayuntamiento de Calkiní, Campeche, 2007. 82 pp.