-En
su anterior libro, Las batallas de Octubre, dedica un poema al
Valle del Cidacos y Arnedillo, ¿qué relación
tiene con la zona y qué le llevó a versar sobre
ella?
-Creo
que la ancha España tiene lugares hermosos (para mí
lo son todos), y uno de ellos es ese río Cidacos cruzando
Arnedillo turbulento, sobre todo en invierno cuando se ve algo
de nieve en los montes cercanos. Comencé a ir a Arnedillo
por el Balneario, a los que gusta de ir mi esposa, y he vuelto
varias veces porque, además, toda la Comunidad de La Rioja
me parece un lugar tranquilo, reposado, lleno de poesía,
algo bucólico para pasear por sus campos, ver los viñedos,
etc. Recuerdo la boda de la hija de un amigo en el Monasterio
de Valvanera como un hecho memorable, y recuerdo lugares como
Navarrete, Logroño, Calahorra, donde todo respira una placidez
que Madrid, por ejemplo, ha desterrado hace 30 años. Eso
me ha llevado desde siempre a escribir versos cuando cruzo esas
zonas tan privilegiadas en la ancha España. Y no digamos
nada de los lugares en que vivió Gonzalo de Berceo, esos
Suso y Yuso donde tan fácil es la inspiración poética.
-El
paso del tiempo, la nostalgia, son temas centrales de su poesía.
¿Es su poesía un modo de reencontrarse con el pasado?
-Tal
vez. Y es porque el tiempo, que todo lo devora, también
contiene un poso de afectos, de cercanía, de vitalidad.
Por eso la nostalgia está tan dentro de nosotros, de los
seres humanos que apenas tenemos unas gotas de eternidad para
reflejar cuánto de maravilloso se puede encontrar en la
existencia. En ese reencuentro con el pasado también se
encuentra parte del presente, porque el pasado nos ha conducido
a los instantes más lúcidos que son los de cada
minuto, los de cada sueño. En ese mundo amplio de la poesía
el pasado cobra la fuerza de lo que aún existe aunque ya
no forme parte de nuestra realidad. Y eso es lo que hace que nos
vayamos adentrando en el futuro con algún temor pero, también,
con la esperanza de encontrar algo nuevo en cada amanecer, en
cada paisaje, en cada mirada.
-Su
poesía podría considerarse geográfica, hay
muchos lugares citados.
-Sí,
realmente la geografía de mis modestos versos es inmensa.
Abarca el universo, lo mismo me inspira un volcán de Filipinas
que la costa del Pacífico en Viña del Mar. Cada
lugar tiene su importancia, su valor, su capacidad para crearnos
emociones. Generalmente viajo solo y eso me permite detenerme
en lugares, a veces remotos, como hace poco en un sitio que se
llama Coquimbo, en el Norte de Chile, cerca de Vicuña,
donde nació Gabriela Mistral. Es un pueblo grandón,
donde llama la atención una inmensa mezquita sobre la colina
y cerca una más inmensa cruz de cemento. Eso nos dice quien
vive, quien desea ser conocido de pronto. Es como si nos estuvieran
enseguida mostrando sus señas de identidad, como diciendo
«Mira donde entras». No digo nada de lo que he visto
en Israel, por ejemplo en Galilea, en lugares preciosos por donde
anduvo el propio Jesús de Nazaret, y donde palpas ese espíritu
absurdo de confrontación y violencia entre dos pueblos
hermanos. O en un viaje que hice por Serbia con el poeta Antonio
Porpetta donde estábamos llegando a un pueblecito y empecé
a ver musulmanes, mezquitas, cementerios árabes, etc, y
pregunté si había allí musulmanes y me dijeron
«Sí, unos pocos». Luego conté como una
docena de cementerios, otras tantas mezquitas. Así me expliqué
la guerra, o las guerras de la antigua Yugoslavia. Sería
el año 1997. Y el último viaje a una Cuba repleta
de belleza y candor y donde la gente no tienen a veces ni lo imprescindible,
pese a lo cual la crítica al régimen no es excesiva,
o el verte en Tinduf en medio de la nada donde hay personas que
han nacido y ha muerto en casas de adobe que se deshacen cuando
llueve, y así llevan 30 años. La geografía
de la existencia también nos habla del ser humano como
enemigo de sí mismo.
-¿El
tren es su metáfora del paso del tiempo?
-No,
es más bien el instrumento para hacer nuestras todas las
distancias. El tiempo transcurre a pesar de los trenes, de los
afectos o de las heridas.
-En
“Leve historia sin trenes” ha otorgado importancia
al número de versos que contiene, ¿por qué?
-Se
trataba, en este caso, de crear una imagen volátil, la
de viajar por otros medios que no fueran precisamente los trenes,
pero dejar constancia de que los trenes son la pasión por
la existencia. Como si todo lo que nos conduce al futuro fuera
un magnífico tren, pero no los modernos de ahora sino aquellos
de los años 50 ó 60 de España, o de hoy mismo
de México y Filipinas o Rumanía, de ventanas de
madera rotas. Esos trenes nos conducían a las ilusiones
sin más lujo que el deseo de viajar. Los trenes de hoy,
pese a eso que se llama Adif, tienen bastante menos poesía,
aunque tengan más comodidad y a veces hasta sean puntuales.
La vida no es puntual nunca. El contar los versos supone ajustarse
a una especie de plan de trabajo que dice hasta dónde podemos
llegar, y no mucho más, por ejemplo, ahorita mismo, como
dicen los venezolanos, hasta La Rioja, que es una buena meta.
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