Llevamos
tres décadas de Estado social y democrático de Derecho.
Tiempo suficiente para una reflexión profunda. Siempre
una deliberación calmada y tranquila desenreda los nudos
y adereza lo que se desvía. Por eso, a mi juicio, sería
bueno revisar el grado de cumplimiento de los derechos fundamentales
y las libertades públicas, la división de poderes
y la soberanía popular, para extraer conclusiones y, bajo
estas premisas, que la ciudadanía pudiese recapacitar.
Nada es inamovible, todo cambia, y el cambio de las normas, aunque
sea la ley de leyes, no sólo es necesario, también
es aconsejable. Nada es lo mismo que hace treinta años.
¿Por qué se ha de temer a las reformas? Toda la
vida es un ir y venir de vueltas y revueltas. ¿Por qué
hemos de cerrar los ojos? Si acaso, hemos de abrirlos. Téngase
en cuenta que las masas humanas más peligrosas –como
alguna vez dijo Octavio Paz- son aquellas en cuyas venas ha sido
inyectado el veneno del miedo..., del miedo al cambio. Es cierto
que, con la Constitución, los españoles hemos logrado
pasar una transición pacífica y convivir luego con
garantías jurídicas y sociales. Esto es un mérito
de todos. Como también ha de ser un valor, seguir avanzando
en democracia. Lo que exige no quedarse anquilosado en el tiempo,
por mucho fruto de consenso que haya sido la Carta Magna. Habrá
que volver a refrendar aquel asentimiento, pero con las ideas
de hoy, modificando lo que sea preciso y necesario; puesto que,
la misma Constitución, establece las pautas a seguir.
Que, a lo largo de estas tres décadas
de Estado social y democrático de Derecho, la Norma Fundamental
ha garantizado la convivencia y desarrollado instituciones para
que así fuese, protegiendo el ejercicio de los derechos
humanos, sus culturas y tradiciones, hoy nadie lo pone en duda.
Las alternancias políticas, de muy distinto signo ideológico,
se producen sin ningún tipo de complejos. Los derechos
individuales y las libertades civiles y su garantía jurisdiccional
efectiva, no sólo se encuentran amparadas, sino que también
son fundamento y actitud de vida. La unidad de la Nación
por una parte, y el derecho a la Autonomía por otra, representa
uno de los avances históricos más importantes de
la historia de España, donde se aviva la solidaridad como
regla de juego democrático. La reconciliación también
es fruto del pacto de la Constitución de 1978, como nos
lo han recordado en la declaración de Gredos, con motivo
del pasado veinticinco aniversario del refrendo popular a la Constitución
española, los autores de la Carta Magna: Gabriel Cisneros
Laborda, Manuel Fraga Iribarne, Miguel Herrero de Miñon,
Gregorio Peces Barba, José Pedro Pérez Llorca, Miguel
Roca i Junyent, Jordi y Sole Tura. Subrayaron todos, en aquel
encuentro, algo que ahora parece ponerse en entredicho: “El
afán de cancelar las tragedias históricas de nuestro
dramático pasado, la voluntad de concordia, el propósito
de transacción entre las posiciones encontradas y la búsqueda
de espacios de encuentro señoreados por la tolerancia que
constituyen la conciencia moral profunda de nuestro texto constitucional”.
La realidad, sin embargo, es la que es, y con este espíritu
conciliador por entonces, las Cortes aprueban y el pueblo español
ratifica la norma suprema.
Si el hombre fracasa en conciliar la justicia y la libertad, fracasa
en todo. Después de tres décadas de Estado social
y democrático de Derecho, se ha visto que nuestra conciliación
ha sido posible. La voluntad constitucionalista de establecer
la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de
cuantos integran la Nación española se cumple con
creces. Hoy podemos decir que la enseñanza de los principios
y valores de la sociedad democrática avanzada, a los que
la Constitución sirve y ampara, se ha enraizado en todos
los españoles. De ahí, que las reformas del texto
constitucional que en el futuro se hagan, y que deben hacerse
insisto de inmediato, (más vale que la Constitución
se cumpla por todos que se ignore la aplicación de alguno
de sus articulados, mal ejemplo éste), aconseje acomodarse
a las reglas del juego primigenio que la propia Constitución
marca y remarca. La cuestión de las modificaciones, pues,
hay que abordarla sin temor alguno, con idéntico o mayor
consenso al que presidió su elaboración, lo exige
el guión, a sabiendas que treinta años es una eternidad
para este mundo cambiante.
Las próximas tres décadas de Estado social y democrático
de Derecho serán, deben serlo, de fortalecimiento en la
medida que la Norma Fundamental cimiente el orden económico
y social justo. A las nuevas generaciones hay que redimirlos de
historias pasadas, que lo único que hacen es avivar el
odio y el rencor, ayudándoles a fortalecer la voluntad
de entendimiento, para asegurar a todos una digna calidad de vida.
En los últimos tiempos la pobreza en España se ha
disparado, y los principios rectores de la política social
y económica que propugna la Constitución, parece
que se han aletargado. La protección a la familia y a la
infancia, la redistribución de la renta, el pleno empleo,
la protección a la salud, los emigrantes, el trabajo decente
con garantías de seguridad e higiene en el trabajo y la
limitación de la jornada laboral, el medio ambiente y la
calidad de vida…, no pasan del espíritu de la ley
de leyes. Lo que no es de autoridad moral, que se de impunidad
a los que incumplen la Constitución u otras leyes, aparte
de fagocitar la seguridad jurídica, dañan gravemente
el Estado social y democrático de Derecho. Por eso, hay
que adoptar las medidas necesarias para obligar al cumplimiento
forzoso de dichas obligaciones. Y si hay que reformar la norma,
hágase; pero cúmplase lo vigente. De lo contrario,
se pierde la autoridad moral de los gobernantes a todos los niveles.
Que es lo que está pasando a veces.
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