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Feliz viaje, pronto retorno / Martha Crócker

 
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Para mí, la ciudad era como un hermoso cuento que escuché desde niño. Siempre acudían a mi mente las aves peregrinas que revoloteaban mis recuerdos, mismos que desaparecieron cuando nació la inquietud de viajar a ese lugar.

Ávido por saber lo que ocurre en la gran metrópoli, leía una y otra vez los periódicos viejos que sirvieron a mi madre para improvisar el rústico collage del biombo de la recámara que nos separaba haciéndonos creer que teníamos dos estancias.

¡Que impresionante resultaba observar las fotografías de las ciudad, la magnificencia colonial de los edificios y sus leyendas!.

Cuántas ilusiones germinaron en mi cerebro como mala hierba y que impidieron escuchar razones; dejándome llevar por esa mano invisible que me arrastró hacia la estación para abordar el tren.

Asomé la cara por la ventanilla para corresponder con la mano el adiós que me dio la diminuta figura de mi madre, que me deseaba feliz viaje y en tono de súplica repetía obsesivamente, ¡vuelve pronto!.

Dicen por ahí, que los que viajan en tren no quieren llegar nunca a su destino, sin embargo, en mi caso no era así. Resultaba bien salir por la tarde, descansar en la noche, mientras que la máquina se ocuparía en devorar la distancia.

Durante el viaje me dejé llevar por el sortilegio del paisaje, a ratos divagando en mis proyectos y en otros haciendo una retrospectiva de mi vida, repasando los acontecimientos más importantes y de los cuales ninguno ha valido la pena y al llegar a ese punto se reafirmaba en mí la convicción de que viajara era lo acertado.

Pasaron las horas y el bullicio me sacó de la abstracción, ¡habíamos llegado!, bajé apresuradamente y me perdí en el laberinto de los andenes para buscar la salida, ¿a donde lo llevo señor? -escuché que me decía un taxista- caray -pensé- tanto tiempo planeando este viaje y ni siquiera sé a donde me voy a hospedar. Era temprano aún y recorrí el centro de la ciudad, después subí al metro. Fue tan familiar verlo abarrotado de gente, me sujeté como pude para guardar cierto equilibro y observé a mi alrededor con la curiosidad propia del provinciano y me dije, que chistosos son "los de aquí", mientras escuchaba a dos trovadores una clásica de Lara que decía: "última carcajada de la cumbancha..." al terminar pidieron la consabida cooperación para después tomar el escenario de los miles de desocupados, un vendedor que ofrecía con bastante elocuencia: auténticos peines pirámide, cinco peines por mil varos y de pilón un peine despiojador. No pude evitar reír discretamente ante la gracia que me hacía este espectáculo salpicado de intermedios, mismos que aprovechaba para leer lois anuncios comerciales pegados a la pared del vagón.

Caminé muchas horas, durante el recorrido vi los palacios de aquellas fotografías que conocí en casa, pero los que tenía enfrente eran edificios enmugrecidos, no lucían su antigüedad sino una decrepitud enferma, vecindarios de renta congelada oliendo a mil demonios, compartiendo las gentes su morada con familias enteras de roedores. Sentí un gran desencanto que intenté desvanecer de inmediato pensando que "de noche todos los gatos son pardos", tuve la esperanza de que al día siguiente con la luz del sol el panorama sería otro.

El cansancio empezaba a agotarme y decidí hospedarme en un hotel cercano, los pies me dolían, la respiración se hacía fatigosa, ni siquiera vi que clase de lugar era ése, lo único que quería era descansar. Me tiré a la cama, no sé cuánto tiempo permanecí así, al despertar fui al baño y ahí fue donde la vi, ¡se los juro!, no podía creerlo, había una mujer tirada en el suelo ¡estaba muerta!. En ese momento aparecieron los policías que me sujetaron del cuello para llevarme a una patrulla y después a los separos de la delegación. Aún logré escuchar cuando el "encargado" del hotel decía en un tono extraño, feliz viaje, pronto retorno.

 
Fuente: El barrio de la hormiga. Martha Crócker. Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Tabasco. Cárdenas, Tabasco, 1996. 100 p.