Para
mí, la ciudad era como un hermoso cuento que escuché desde
niño. Siempre acudían a mi mente las aves peregrinas que revoloteaban
mis recuerdos, mismos que desaparecieron cuando nació la inquietud
de viajar a ese lugar.
Ávido
por saber lo que ocurre en la gran metrópoli, leía una y otra
vez los periódicos viejos que sirvieron a mi madre para improvisar
el rústico collage del biombo de la recámara que nos separaba
haciéndonos creer que teníamos dos estancias.
¡Que
impresionante resultaba observar las fotografías de las ciudad,
la magnificencia colonial de los edificios y sus leyendas!.
Cuántas
ilusiones germinaron en mi cerebro como mala hierba y que impidieron
escuchar razones; dejándome llevar por esa mano invisible que
me arrastró hacia la estación para abordar el tren.
Asomé
la cara por la ventanilla para corresponder con la mano el
adiós que me dio la diminuta figura de mi madre, que me deseaba
feliz viaje y en tono de súplica repetía obsesivamente, ¡vuelve
pronto!.
Dicen
por ahí, que los que viajan en tren no quieren llegar nunca
a su destino, sin embargo, en mi caso no era así. Resultaba
bien salir por la tarde, descansar en la noche, mientras que
la máquina se ocuparía en devorar la distancia.
Durante
el viaje me dejé llevar por el sortilegio del paisaje, a ratos
divagando en mis proyectos y en otros haciendo una retrospectiva
de mi vida, repasando los acontecimientos más importantes y
de los cuales ninguno ha valido la pena y al llegar a ese punto
se reafirmaba en mí la convicción de que viajara era lo acertado.
Pasaron
las horas y el bullicio me sacó de la abstracción, ¡habíamos
llegado!, bajé apresuradamente y me perdí en el laberinto de
los andenes para buscar la salida, ¿a donde lo llevo señor?
-escuché que me decía un taxista- caray -pensé- tanto tiempo
planeando este viaje y ni siquiera sé a donde me voy a hospedar.
Era temprano aún y recorrí el centro de la ciudad, después
subí al metro. Fue tan familiar verlo abarrotado de gente,
me sujeté como pude para guardar cierto equilibro y observé
a mi alrededor con la curiosidad propia del provinciano y me
dije, que chistosos son "los de aquí", mientras escuchaba a
dos trovadores una clásica de Lara que decía: "última carcajada
de la cumbancha..." al terminar pidieron la consabida cooperación
para después tomar el escenario de los miles de desocupados,
un vendedor que ofrecía con bastante elocuencia: auténticos
peines pirámide, cinco peines por mil varos y de pilón un peine
despiojador. No pude evitar reír discretamente ante la gracia
que me hacía este espectáculo salpicado de intermedios, mismos
que aprovechaba para leer lois anuncios comerciales pegados
a la pared del vagón.
Caminé
muchas horas, durante el recorrido vi los palacios de aquellas
fotografías que conocí en casa, pero los que tenía enfrente
eran edificios enmugrecidos, no lucían su antigüedad sino una
decrepitud enferma, vecindarios de renta congelada oliendo
a mil demonios, compartiendo las gentes su morada con familias
enteras de roedores. Sentí un gran desencanto que intenté desvanecer
de inmediato pensando que "de noche todos los gatos son pardos",
tuve la esperanza de que al día siguiente con la luz del sol
el panorama sería otro.
El
cansancio empezaba a agotarme y decidí hospedarme en un hotel
cercano, los pies me dolían, la respiración se hacía fatigosa,
ni siquiera vi que clase de lugar era ése, lo único que quería
era descansar. Me tiré a la cama, no sé cuánto tiempo permanecí
así, al despertar fui al baño y ahí fue donde la vi, ¡se los
juro!, no podía creerlo, había una mujer tirada en el suelo
¡estaba muerta!. En ese momento aparecieron los policías que
me sujetaron del cuello para llevarme a una patrulla y después
a los separos de la delegación. Aún logré escuchar cuando el
"encargado" del hotel decía en un tono extraño, feliz viaje,
pronto retorno.
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