Después de los exámenes de la corte imperial
fui uno de los letrados que dio la espalda al pueblo,
yo que tan vehemente en mi juventud
defendí ideas progresistas.
Una vez concluido este sexenio
rico en honores, cargos, halagos y altos sitiales,
terminaré mis días desterrado en una isla
por el nuevo mandarín de la casa reinante
a quien nunca gustaron mis poemas
y que vio en mí sólo un mínimo y torpe
intrigante.
Sin
embargo, consciente de la fugacidad de la fama,
cada noche me desvelo por pulir mi mejor verso
y en él (y en mis propagandistas extranjeros)
deposito vivísimas esperanzas.
¡Cuánto daría porque una de mis odas
me restituya los honores y los aplausos que son mi diario
sustento.
Octavio
cónsul, testigo de mis luchas,
no cabe duda
que muchos literatos tenemos alma de ramera.
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