Quevedo
vive, y puedo dar fe que no malvive, puesto que todo el pueblo
de Torre de Juan Abad está volcado con él; un municipio
de la España profunda, con unas gentes hospitalarias como
pocas, ejercitadas en saber leer los renglones de la existencia
a través de las edades del tiempo, situado en una provincia
que te enamora, Ciudad Real, donde la belleza se injerta en cada
rincón, porque así es el poético campo de
Montiel. Con apenas una superficie de tres centenares de kilómetros
cuadrados y una población que ronda el millar de habitantes,
este caminante de sueños, junto a otros caminantes de la
ciudad multicultural de Federico García Lorca, padres todos
ellos de la Escuela de Padres “el Carmelo”, quiere
participar su paso por tan noble villa, lugar que graba el recuerdo
para siempre. Resulta vivamente emocionante sentir el pensamiento
del señor de la Torre de Juan Abad y caballero de la Orden
de Santiago, el eterno Francisco Gómez de Quevedo y Santibáñez
Villegas, y pensar en el sentimiento del poeta, enraizado a estas
gentes de bien, con puro corazón Quevediano, nombradas
como Torreños y renombradas por servidor, como almas del
verso.
La
Casa Museo Francisco de Quevedo, ubicada en Torre de Juan Abad,
es hoy un valioso centro cultural, gracias a la incondicional
y generosa entrega de José María Lozano Cabezuelo;
un Quevedista de primera división, que multiplica sus investigaciones
restando horas al sueño, para adentrarse en el periodo
que va desde 1610 a 1645, momento en el que vivió en esta
casa durante más de siete años el poeta, siendo
varias las razones que motivaron esta estancia. El origen de la
vinculación con este pueblo se remonta a los veintidós
pleitos que duraron toda la vida del escritor, mantenidos con
el concejo por el cobro de la deuda contraída por su madre
María de Santibáñez, quien el 24 de noviembre
de 1598 entregó a la villa la cantidad de 3.084.500 maravedíes,
a través del préstamo hipotecario llamado censo.
Dos veces le señalaron a Quevedo por cárcel la Torre
de Juan Abad, con orden de “no salir de ella en sus pies
ni en ajenos sin licencia”, pero si nos atenemos a sus palabras,
aquellos forzados destierros fueron aprovechados por el poeta
como unos agradables y provechosos retiros: “Los jueces
me han condenado a destierro de la Corte; yo a ellos a permanencia
en la Corte y en la cortedad… Puedo estar apartado, mas
no ausente; y en soledad, no solo”.
Entérese,
pues, el mundo: Quevedo mora en Torre de Juan Abad. Él
es el gran tesoro. En este pueblo todo exhala su obra y su vida.
En los balcones de las casas siempre saluda Quevedo. En la mesa
todas las viandas desprenden las caricias de Quevedo. Ciertamente,
por todas las venas de sus inmaculadas veredas, la ronca y enternecedora
voz Quevediana crece como alta llama, haciéndose presencia
y presente, lluvia de luz permanente, vida que convida a soñar
y ver. Aquí se versa y conversa bajo el timbre de Quevedo.
A todas horas, a tiempo completo. Se recapacita a su manera, hondo
y en silencio, saben que “los que de corazón se quieren
sólo con el corazón se hablan”. Con razón
es un pueblo para el descanso, para conocerse y reconocerse, para
amarse, que es anterior a poder amar. Su alcalde, Emilio Molina
García, que aparte de ser el regidor del lugar fabrica
los mejores panes y dulces de la comarca gracias al amor que pone
en ello, claro está con la bendición de Quevedo
de que “sólo el que manda con amor es servido con
fidelidad”, sabe también que potenciando las artes
y las letras, o sea el cultivo de la autenticidad y del ingenio,
se aprende a vivir y a convivir mucho mejor. No en vano, en Torre
de Juan Abad es donde mejor se escuchan los conciertos de órgano,
saben a gloria como en ningún sitio, lo hemos podido asimismo
vivir, quizás porque también llevan la aprobación
de Quevedo de “elevar nuestra alma a su Creador”.
Sin
duda, los momentos sonoros del órgano, instrumento que
se conserva totalmente original desde su construcción en
1763, también nos acercan los abecedarios de Quevedo. Servidor
que ha podido disfrutar de sus sones e incluso divisar al poeta
cómo daba vítores de gozo, se queda sin verbo para
poder describir la sensación. Palabra. ¿Cómo
es posible, se preguntarán los lectores, que un pueblo
de tan escaso número de habitantes pueda ofrecer un ciclo
internacional de conciertos con tanta altura? Urbano Patón
Villarreal, párroco dotado de grandes cualidades humanas,
que sabe que la música es capaz de abrir las mentes y los
corazones a la dimensión del espíritu y llevar a
los personas a levantar la mirada hacia la altura, a abrirse al
bien y a la belleza absoluta, nos da respuesta a nuestro interrogante:
“ El número de habitantes es pequeño; pero
la calidad sonora del órgano, con sus casi mil tubos, es
muy grande; por eso cada año son más los organistas
que quieren conocerlo y participar en sus ciclos y cada vez es
más numeroso el número de aficionados que acuden
a los conciertos, incluso desde otras provincias. Tenemos lo más
importante, el órgano; y la buena disposición de
los organistas, que anteponen su arte y su buen hacer musical
a los recortes presupuestarios que nos afectan”.
He
aquí los próximos conciertos en los que intervienen
grandes maestros internacionales como Joris Verdin (19 de junio),
Uriel Valadeau (13 de agosto), Iris Eysermans-M. Noelle Bette
(28 de agosto), Il Parnaso Musicale (10 de septiembre), Anselmo
Serna (30 de octubre)…; junto a otras promesas castellano-manchegas
y nacionales como: Liltel Negro-Sofía Pintor (11 de agosto),
Ángel Montero (21 de agosto), Antonio Zapata (7 de septiembre),
María Huertas (10 de septiembre), Mª Ángeles
Jaén (9 de octubre), Jesús Ruiz (11 de septiembre),
Alberto Ranninger (23 de octubre), Trio Organum (4 de diciembre)…
Siguiendo la estela de Quevedo de que “no es sabio el que
sabe donde está el tesoro, sino el que trabaja y lo saca”;
estas gentes a las que me consta les afana la música, han
conseguido a través de ella que Torre de Juan Abad tenga
el mayor de los caudales, la libertad que impregna amar lo armónico
y tener siempre a mano la melodía como alimento del alma.
En suma, es Torre de Juan Abad un paraíso para perderse,
un edén para hallarse, un olimpo para sentirse poeta, un
vergel para descubrir que “nunca mejora su estado quien
muda solamente de lugar y no de vida y de costumbres”. Aquí
la vida, es cierto, se ve de otra manera. Comprendo el gozo de
Quevedo en su recogimiento y hasta lo envidio.
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