Cuentan
las crónicas que, incluso entre los santos, la virtud
del humor alcanzó tal grado de heroísmo que
relucía hasta en los momentos de sufrimiento o de la
muerte. Otros también apuntan que el amor, cuando es
verdadero, se circunscribe de humor sano. Sólo hay
que ver los ojos de los enamorados, salta a la vista el carácter
alegre y complaciente. Sea como fuere, es toda una actitud
de vida a potenciar porque todo el mundo tiene ese sentido.
Lo importante es no desvirtuarlo o perderlo. Por cierto, no
estaría demás que, en el tal cacareado “programa
mundial para el diálogo entre civilizaciones”,
se considerase título preliminar de todas las intervenciones
por su efecto humanista. Ya lo dice una canción de
José Luís Perales: “Con una sonrisa puedo
comprar todas aquellas cosas que no se venden”. Necesitamos
envolvernos, y envolver al mundo, de una alegría fermentada
en la pureza, capaz de despertarnos lo hermoso que es vivir
la vida en pro del bien común.
Nunca
los corazones han estado tan decaídos. Eso de llevarlo
todo a lo racional, al modo científico de mirar las
cosas, nos deja insatisfechos y con un humor de perros. Hay
que ir conjuntados y rejuntados de salero amoroso para llegar
a la agudeza humorística. Precisamos también
llevarnos a los labios humoradas de un universo que nos mece,
soñar que nos hemos vuelto niños y pensar que
la luna es una chispa del alma que habita en las alturas.
En esa otra realidad poética, la euforia de la belleza
tiene sus compensaciones tan necesarias como las científicas.
Yo diría que más, puesto que la vida es más
una gracia de arte que de ciencia. La jovialidad no está
reñida con el serial de noticias tristes que recibimos
a diario. No en vano, también se ha dicho que el humor
es, sobre todo, signo de conocimiento del hombre. Desde luego
con un humor auténtico y claro, se camina mejor y se
culmina toda cordillera por muy picuda que sea. Con la ternura
todo se sube, y se sube hasta enternecerse. Lo tierno tiene
su pasión y simpatía, no de gavilanes que todo
lo rapiñan para sí, son como efluvios de gozos
que nos regeneran. Esto es de agradecer en una tierra empapada
de antipáticos repelentes que vomitan rencor a cada
paso y rabia en cada esquina.
El
buen sentido al humor nos pone en forma, es la mejor manera
de tener una natural disposición y un acertado temple,
cuestión que nos facilitara apreciar las realidades
cotidianas en su justa proporción. Y esto nos hará
ver que todo depende de nosotros, del estilo de vida tomado,
de las prioridades priorizadas. Entonces, podremos advertir,
que algunas preocupaciones excesivas no valen la pena y otras,
que si lo valen, hay que darles también su ración
de divertimento. Las derrotas y fracasos se sobrellevan mejor
con la alegría en el alma y su pizca de aleluya en
el cuerpo. Santa Teresa, con su profundidad teológica,
ya expresaba tan hondo sentir, cuando exclamaba que “un
santo triste es un triste santo”; o Tomás Moro
(patrono del humor), cuando pedía al Creador una siembra
de humor con estos latidos interiores: “Dame el don
de saber reír un chiste, para que sepa sacarle un poco
de gozo a la vida y pueda hacer partícipes de él
a los demás”; o el mismo Juan Bosco cuando les
pide a sus jóvenes que los “quiere siempre alegres”,
porque así le daba seguridad de que tenían paz
por dentro, que es lo que verdaderamente reanima.
En
un mundo en el que se arremete contra todo, con un proceder
cortante, seco y llameante, igual que el lienzo del actual
año, convendría hacer de humorista samaritano
en una vida que es más zarza decaída que circo
empolvado de risotadas ó más mortaja que sonrisa
de saltimbanqui. Tendríamos que reconocer el derecho
a destornillarnos de risa como terapia inteligente y llevarla
incluso al régimen de una nueva seguridad, la social-vital,
la que pone ¡arriba los corazones! Es de agradecer esa
levantada de ánimo al cielo, atmósfera que da
alegría y jolgorio saludable a este tiempo de convergencias
divergentes. Septiembre tiene ese punto de adviento a la gracia,
por sus frutos de otoño y sus bromas de nuevo curso.
Nos traslada a un mar de hilaridades, entre bullas y jaleos,
señal de que la vida pasa con sus cosquilleos y también
con sus pesares.
En
todo caso, lo mejor para contrarrestar pesadillas interiores,
es tomarse la existencia con cierto regocijo. Imprime fuerza.
La defensa del júbilo frente a los abatimientos, protege
la autoestima y nos hace olvidar los desajustes de un mundo
que se mata asimismo, porque todavía las armas siguen
siendo el primero de los negocios. El corazón lo tenemos
destrozado por tanto cargarlo de inutilidades, de inversiones
absurdas y reinversiones que al final causan amarguras. Lo
sensato será invertir en prevención animosa,
y todos tan contentos, en hacer la exaltación a la
paz con la animación de la barba del sol y el cariño
de la luna, conservarla y construirla día a día
sin rendirse, ni tampoco dejarse llevar por la desesperación,
la rebeldía o la huída a ninguna parte.
El
sosiego, cuando tiene su pizca de alborozo compartido, suscita
una alegría incontenible e incita a practicar una jarana
de abrazos que nos pone en forma el corazón. Al fin
y al cabo, siempre hay un motivo para el entusiasmo por muy
dura que sea la realidad. Un amor que nos compromete y promete,
una vida que nos espera y un mundo que nos necesita ¡Qué
nos resucite la risa con su finura de chiste! No es que seamos
el ombligo que ríe, pero somos el cordón umbilical
de la ocurrencia. La ironía está servida con
la ingeniosidad del garbo. Un corazón busca otro corazón
para hacer la juerga del alma. Yo me apunto: ¡Arriba
los corazones!