Inicio de la página
Noticias
 
Crónica de un asesinato político no resuelto

Fotografía del año 1933. Detrás: Carlos Herrera Cruz. Adelante, sentada, Ignacia Marín, su esposa. De izquierda a derecha: Sus hijos, Antonio, Manuel, Enrique (el pintor) y Margarita.

Por Jorge Jesús Tun Chuc

 

“El buen hombre es el maestro del malo y el mal hombre es la lección del bueno”

Lao-Tsé (hacia 565 a.C.)

 

INTRODUCCIÓN

Mientras daba inicio el mes de mayo de 1961, en el Estado de Campeche se vivía un ambiente político que alcanzaba su máxima efervescencia. El pueblo se preparaba para las elecciones estatales. Por ello, el candidato del PRI a la gobernatura de nuestra entidad, el coronel y licenciado José Ortiz Ávila, político oriundo de la ciudad de Hecelchakán, realizaba su campaña proselitista por toda la geografía estatal.

En aquellos polvosos y andados tiempos nada les quitaba el sueño a los candidatos que abanderaban los colores del llamado “partido oficial”. El PRI se campeaba despreocupadamente en Campeche y en todo México, sin novedad en el frente.

En tanto, en Dzitbalché, Carlos Herrera Cruz, presidente del Subcomité Municipal del PRI, se dedicaba a darle los últimos toques a la recepción que se daría al aspirante priísta, programada para el sábado 13 de mayo de 1961.

El señor Carlos Herrera era labrador de oficio; sin embargo llevaba la política en la sangre, condición que le permitía conducirse hábilmente en el siempre inestable ambiente político. Era un hombre de 56 años de edad, poco letrado, pero dotado de una sorprendente inteligencia; era de aspecto duro, característica impuesta por su recio temperamento.

Fue presidente de la Junta Municipal de Dzitbalché (1938-1941). Además, formó parte de organizaciones y movimientos campesinos de su época. Gozaba de la confianza y el respeto de buena parte de la ciudadanía; de modo que siempre se le tomaba en cuenta a la hora de tomar decisiones de grupo. A pesar de ello, la opinión general que se tenía sobre este personaje, no era unánimemente favorable. Ciertos sectores campesinos todavía se expresan con reservas sobre la forma en que este conocido político se conducía como hombre público.

Nadie ha puesto en duda que el señor Herrera Cruz era un consumado trabajador y fiel a sus convicciones ideológicas. Pero, al fin y al cabo, era un ser humano y como tal estaba sujeto a cometer errores en algún momento.

Su carácter de hierro que muchas veces lo sacó a flote de situaciones difíciles, en otras -en cambio- se tradujo en factor negativo para su popularidad. Su afinidad con algunos políticos locales de línea dura lo condujeron al sendero del autoritarismo.

La intolerancia del PRI de ese entonces hacia los individuos que pensaban diferente a la pauta marcada por ese instituto político era radical. Ante un panorama de esta naturaleza, Herrera Cruz, militante fiel a la ideología de su partido, no le quedó más opción que aplicar una política de fuerza para mantener la unión del tricolor local. Por tanto, no pudo darse cuenta que su actitud lo llevaría a extremos peligrosos que alimentarían una antipatía silenciosa hacia su persona desde el sector social más populoso.

La intolerancia era una práctica común en el PRI de aquel tiempo. Su aplicación impedía el surgimiento de una autentica democracia en tierras campechanas. Ninguno de los pocos partidos de oposición que en ese entonces existían tenía una presencia suficiente de contrapeso.

La política del viejo PRI se basaba en la demagogia y la monopolización del poder a lo largo y ancho del país. Esto no era más que la expresión del miedo que sentía la clase en el poder, de perder sus privilegios ilegítimamente obtenidos.

Era un claro socavamiento del derecho de las masas, en cuyas manos debería residir siempre la soberanía. Con el transcurso del tiempo una relación unilateral así, termina por transformarse en una peligrosa bomba de tiempo. Es el caldo de cultivo donde paso a paso surgen las más terribles venganzas.

 

LA EMBOSCADA MORTAL

Como agricultor y pequeño ganadero, don Carlos Herrera empezaba muy temprano sus actividades cotidianas. El sábado 6 de mayo de 1961, amaneció como un día mas de rutina; nada hacía ver que no sería así. Ajeno a la tragedia que se cernía sobre él, se dispuso a dirigirse a su pequeño rancho, rústico, distante unos tres kilómetros al Noroeste de la zona urbana de Dzitbalché.

Cuando se encontraba ya cerca de su paraje laboral, poco antes de una bifurcación del camino, dos detonaciones de escopeta lo hirieron por la espalda, haciéndole caer mortalmente herido. Los disparos se hicieron desde una improvisada trinchera de piedras en un recodo de la ruta de herradura.

A pesar de la gravedad de sus lesiones, en un desesperado esfuerzo por aferrarse a la vida, no perdió el conocimiento instantáneamente. Según versiones de sus familiares, pudo reconocer a Demetrio Kú como uno de sus dos agresores; al otro no pudo identificarlo.

El lugar de los hechos era regularmente transitado por parceleros y cazadores. A media mañana pasaba por ahí Lucio Mis, ganadero en pequeño y hombre de campo, encontrando a Herrera en crítica situación. Fue el primero en conocer la declaración de la víctima sobre la identidad de uno de los presuntos criminales. Enseguida dio parte a la familia del moribundo político.

En una camioneta propiedad de Mario Escalante Flores y conducida por él mismo, llevaron al herido a Calkiní, hasta el consultorio del Dr. Pedro Suárez, quien dio un diagnóstico totalmente desfavorable. Sólo era cuestión de horas para que sucediera el fatal desenlace. Con más impotencia y coraje que resignación de sus hijos, fue devuelto a su domicilio en Dzitbalché.

Después de una agonía de cinco horas, aproximadamente, Carlos Herrera Cruz, el hasta entonces controvertido presidente del Subcomité del PRI Municipal de Calkiní en Dzitbalché, dejó de existir en las primeras horas de la tarde del lejano y fatídico sábado 6 de mayo de 1961.

 

LA INVESTIGACIÓN JUDICIAL

En aquella época la justicia era aplicada muchas veces de manera selectiva, y en otras era conducida al capricho de las autoridades correspondientes, como ahora veremos.
Ya entrada la tarde del día del reprobable crimen, Demetrio Kú llegaba a su casa ubicada en el barrio de San Feliciano, con el cansancio y el hambre a cuestas después de una agotadora jornada de trabajo el campo.

Fiel a la práctica generacional de los campesinos peninsulares, traía consigo su escopeta por si acaso se encontraba con una pieza de caza. Mientras su esposa le preparaba su retrasado almuerzo, él aprovechó el momento para tomar un ligero descanso. No se notaba nada anormal en su comportamiento; estaba sereno, tranquilo, como todo hombre de conciencia limpia. Pero a veces la vida depara sorpresas desagradables.

De manera intempestiva y con lujo de violencia, irrumpieron en el interior de su domicilio unos agentes judiciales que una vez que identificaron al individuo que buscaban, lo golpearon a placer ante el estupor y la impotencia de su esposa y sus pequeños hijos.

Los judiciales estaban bajo las órdenes del comandante Tirso Gómez, quien fue enviado a Dzitbalché por el jefe o el director de la Policía Judicial del Estado, Lic. Leopoldo Ruiz. Ese mismo día, el detenido fue trasladado a la ciudad de Campeche.

Los parientes del acusado aún sospechan que las investigaciones realizadas por las autoridades sobre el caso, estaban plagadas de irregularidades. Según ellos, Demetrio Kú (fallecido en el año 2000) fue obligado a aceptar bajo tortura, de ser el autor del homicidio del político dzitbalchense.

Había varias anomalías que enredaban más el avance de las averiguaciones. Por ejemplo, ¿se le practicó al sospechoso la prueba de la parafina, para determinar si había disparado un arma de fuego recientemente? Si la versión de la victima era cierta, de que el señor Kú era uno de sus dos tiradores, ¿por qué este nunca delató a su cómplice?, ¿por qué cargó solo con toda la culpa?

Prácticamente son preguntas sin respuestas, pues en la Procuraduría General de Justicia del Estado, los archivos del año de 1961 fueron destruidos hace bastante tiempo. Además, la mayoría de los involucrados en este caso, ya han fallecido. Por tanto, la recopilación de datos útiles en torno a esta dramática historia ha sido una tarea casi detectivesca.

De regreso a los días posteriores al artero crimen, la vida de la sociedad dzitbalchense trataba de regresar a la normalidad.

El 13 de mayo de 1961, exactamente una semana después de la muerte del presidente del sub-comité del PRI, Ortiz Ávila realizaba una visita a Dzitbalché en labor proselitista, en compañía de un candidato del PRI a diputado federal para representar a Campeche en el Congreso de la Unión.

Ese día, el mitin se llevó a cabo en el Cine Renacimiento que estuvo abarrotado de gente. Sin embargo, aún se palpaba un ambiente social enrarecido, a causa del reciente crimen. Aparentemente todo marchaba sin incidentes, pero no sería por mucho tiempo.

Cuando en su turno el aspirante a legislador federal pronunciaba un encendido discurso, enfrente de él, es decir, al otro extremo del recinto, en la llamada “galería“, que en realidad es un palco que se encuentra arriba de la entrada de la sala de cine, unas personas no identificadas extendieron una gran manta que contenía la palabra “¡ASESINO!”.

Toda la concurrencia quedó sorprendida ante la punzante acusación directa de dicho mensaje. Entonces, ¿había alguien más detrás de tan nefasto atentado?

Los mismos familiares del fallecido político descartaron desde un principio el involucramiento del hombre que sería después un importante personaje de la política a nivel estatal y nacional. Sin embargo, más bien se piensa que todo era parte de una campaña de persecución y desprestigio, en contra del que después sería gobernador de Campeche, orquestada por otro político, entonces encumbrado, y que, valiéndose de la impunidad que le permitía el poder, pretendía a toda costa la destrucción de su enemigo.
De vuelta a las investigaciones judiciales sobre el homicidio, ésta fue cerrada oficialmente cuando el juez del Ramo Penal dictó la orden de formal prisión a Demetrio Kú en los primeros días de junio de 1961. Con un proceso que adolecía de inconsistencias, contradicciones y demás irregularidades, se dio por cerrado el proceso judicial.

 

LABERINTO DE PISTAS

Con el “autor” del crimen en prisión, los hijos del malogrado personaje, se dieron en la tarea de realizar “investigaciones” y “pesquisas” por cuenta propia. Como resultado obtuvieron una serie de “pistas” que no conducían a ninguna parte.

Hundidos en la desesperación, los hermanos Herrera Marín, veían sospechosos por todos lados. ¿Por qué la descendencia del asesinado líder emprendió acciones de esta naturaleza?, ¿estaba en la cárcel un inocente pagando una culpa ajena?, ¿fue utilizado Demetrio Kú como “chivo expiatorio”? Sólo desde ese ángulo es posible entender la actitud asumida por la familia de la víctima. Una de esas embestidas la llevó a cabo Antonio Herrera Marín al agredir a golpes y amenazar de muerte a Mario Herrera Turriza, quien se encontraba en su refresquería en el interior del mercado municipal, culpándolo de ser el asesino de su padre.

También cundió el rumor en el pueblo, que Carlos Herrera fue asesinado por confusión, por abigeos provenientes de Muna, Yucatán.

Según esta versión, al que en realidad pretendían ejecutar los sicarios era a Ricardo Herrera; quien muchos años atrás abatió a tiros a dos de un grupo de tres amigos de lo ajeno en terrenos de la hacienda Chun Tzalán, donde la mencionada persona se desempeñaba como mayordomo.

Los asesinos iban con la firme intención de eliminarlo para así apoderarse del ganado y llevarlo hasta la ciudad de Muna por un antiguo camino, todavía existente, actualmente en desuso. Mas no sabían los ladrones que este humilde trabajador era un consumado experto en tácticas de caza y no lo era menos en el manejo de la escopeta. Al final, dos de los tres “cazadores” resultaron “cazados”. A partir de este lamentable suceso se construyó la teoría del complot, acción que los asesinos realizaron de manera equivocada, pues en vez de ejecutar a Ricardo Herrera en represalia por la muerte de los abigeos, mataron a un hombre inocente.

Sin embargo, esta hipótesis tiene un punto vulnerable que la hace insostenible, dando lugar a una pregunta ineludible, ¿por qué los anónimos individuos que pensaban cobrarle a Ricardo Herrera esa deuda de sangre, esperaron tantos años para ello? La irrazonable pasividad de años para ajustar cuentas por parte de los familiares de los fallidos abigeos hace ilógica esta teoría.

Como ironía del destino y dicho sea de paso, Ricardo Herrera era el padre de Mario Herrera Turriza, quien por un tiempo fue visto, al menos por uno de los hijos del extinto líder, como uno de los dos asesinos del mencionado político.

Del mismo modo surgieron otras “pistas” que al final cayeron por su propio peso.

 

EL CARPETAZO DE ORTIZ ÁVILA

En 1962, cuando todavía era joven la administración estatal del Lic. José Ortiz Ávila, el profesor Enrique Herrera Marín publicó en un periódico de circulación peninsular; un remitido en el que exigía a las autoridades judiciales el esclarecimiento del asesinato de su padre.

El gobernador mandó llamar a su presencia al mentor para sostener con él una conversación. En un principio, el educador –emocionado- pensó que al fin se haría justicia en torno a la tragedia que tanto había lastimado a su familia.

Más pronto, se daría cuenta que había pecado de ser demasiado optimista. El desplegado publicado fue interpretado por el gobernante como un agrio señalamiento que dejaba en entredicho la eficiencia de la autoridad encargada de impartir justicia. Eran los tiempos de la política de “estás conmigo o estás en mi contra”. Era la “Edad de Oro” de la política rupestre, ejercida por hombres de pensamiento arcaico, para los que no había espacio para el diálogo fructífero entre gobernantes y gobernados.

Una vez que Herrera Marín entró al despacho del gobernador y estuvo frente a él, Ortiz Ávila lo invitó a sentarse y, con voz grave, le dijo:

—Oye, Enrique, quiero que sepas que tu publicación en la prensa es una ofensa para mi gobierno.

Temeroso, el profesor respondió:

—Señor gobernador, comprenda usted mi situación; se ha cumplido un año del asesinato de mi papá y todavía no tenemos la certeza de que la persona que está pagando el delito sea el verdadero culpable.

El Lic. Ortiz Ávila con rostro serio y con un tono entre disuasivo y amenazante, replicó:

—Mira, Enrique, déjate de pen... no sea que fuera a sucederte un accidente. No compliques más las cosas, deja todo como está.

Al tiempo que desenfundaba una pistola de grueso calibre, la puso sobre el escritorio y, con la mano derecha, acariciaba suavemente el arma. —No habrán más advertencias. Desde hoy sabes a qué le tiras. Puedes retirarte en paz.

Sin reponerse todavía de la amarga experiencia, Herrera Marín abandonó el Palacio de Gobierno. No había nada más que hacer al respecto. Era como intentar pelear contra una pared con las manos desnudas. La clara amenaza del inflexible gobernador cerraba de un carpetazo el caso, que desde un principio estuvo lleno de irregularidades y situaciones contradictorias.

Este peculiar suceso tiene la característica de que, mientras más se indaga a fondo, aparecen nuevas interrogantes que complican más su explicación.

Si los hermanos Herrera no estaban seguros de la culpabilidad de Demetrio Kú, ¿por qué entonces no retiraron la demanda en su contra?, ¿por qué la familia Herrera Marín permitió que la autoridad utilizara a un inocente como “chivo expiatorio”?

 

CONCLUSIÓN

Es difícil saber si todas las preguntas aquí planteadas, algún día dejen de ser sólo eso, interrogantes. A cuarenta y cuatro años de aquel nefasto 6 de mayo de 1961, el asesinato de Don Carlos Herrera Cruz es un insondable enigma en espera de un rayo de luz. Hoy por hoy, sigue siendo un misterio pendiente por resolver.

Quizá algún día se conozca la verdad.

 

Fuente: Texto proporcionado por el autor. El escrito fue publicado, en la columna “Dzitbalché en la historia”, en las páginas 3 y 4 del suplemento dominical del periódico “Tribuna”, de Campeche, en "fecha desconocida". Foto: Proporcionada por Jorge Tun Chuc, octubre de 2005.