Narrativa
   
Andrés Jesús González Kantún*
Terca ruda, cómo arrugas

 

Planta medicinal propia de nuestra región; de olor penetrante y desagradable. Su período de vida es de uno a dos años. Es amiga entrañable de los médicos empíricos (hierbateros) y de los merolicos de mercado.

Sus propiedades medicinales, en la mayoría de las veces son efectivas, pues usada con sutileza y una elocuencia luciferina aleja a los espíritus malignos en personas hipocondríacas que padecen del cuerpo o del corazón.

El manejo hábil de esta rutácea permite conjurar toda clase de sortilegios; cura a niños que contraen "el mal de ojo"; controla el mal del hígado de las personas potenciales a la esquizofrenia; neutraliza el carácter nervioso de personas histéricas, en fin se utiliza para diversos propósitos buenos o malos.

A pesar de las tantas propiedades que se le conocen, la ruda es una hierba muy sensible y sensual.

Nunca menciones en su presencia la belleza porque se sonroja y luego se marchita y muere de tristeza.

Pues bien, el personaje principal de esta historia lo protagoniza esta multifacética herbácea. Se trata de un hecho anecdótico acaecido en estos lugares del Camino Real.

Había abordado el camión en Calkiní para dirigirme a la villa de Bécal. Llevaba en la diestra un sabucán lleno de la rozagante rutácea. La había adquirido preguntando de casa en casa. Ese día tendría material para mi duro trabajo de agorero rural. Ahora que recuerdo el camión era conducido por un señor a quien apodaban cariñosamente "Limonada". Era de estatura pequeña, de tez morena, abdomen abultado y escasos bigotes y de carácter bonachón. Este buen amigo ya había sufrido varios accidentes, algunos de consecuencias funestas como aquel sufrido en una clausura de la Normal de Hecelchakán, en donde murieron gente de mi pueblo y de otros lugares; pero siempre había salido ileso. Pues bien, subí al autobús. Era lunes, un "San lunes", como acostumbraban decir por estos rumbos. El camión en que viajábamos iba atestado de gente, y rezumaba el ambiente un sudor inaguantable de gentes de todas las clases sociales, de individuos que se lamentaban de la carestía de la vida, pero siempre esperanzados de un milagro, que cambiaría el rumbo de sus existencias.

Tan ensimismado estaba en mis reflexiones que no alcancé a percibir el momento en que el camión empezó a zigzaguear; el griterío de la gente me volvió a la realidad. El camión daba frenones bruscos, rasuraba el hierbajo de la orilla de la carretera; la muchedumbre acuñada pegaba gritos histéricos. Había angustia colectiva. Las maletas y bultos acomodados en las canastillas del equipaje caían desparramándose por todos lados. Era un verdadero caos. Finalmente, el camión con un esfuerzo sobrehumano del chofer se detuvo. No hubo nada que lamentar.

- ¡El chofer! ¡El chofer! -Alguien gritó.

El chofer en el cual coincidieron todas las miradas, había escurrido las manos del volante, uno por uno los dedos que descolgaron suavemente hasta caer al piso del camión. Las manos sudorosas, la cara sudorosa, el cuerpo sudoroso; todo él sudaba como su misa alma.

Se quejaba dolorosamente.

- ¡Un médico! ¡Un médico! -gritaban algunos.
- ¡El chofer se ve muy mal! -gritaba ruidosamente una señora gorda.

Fue en ese momento cuando decidí entrar en acción. Rápidamente a diestra y siniestra me hice brecha, y a fuerza de empujones, codazos y pisotones pude llegar todo magullado hasta donde se encontraban el desfallecido conductor que se retorcía de dolor; se le volvían los ojos, se restregaba desesperadamente la nariz, se convulsionaba apretándose su vientre prominente presagiando un vómito irremediable.

Agilmente y con cierta torpeza producto del nerviosismo fui sacando del morral que colgaba de mi brazo un fresco ramillete de la exuberante hierba. Era el momento apropiado para demostrar ante un público improvisado mi inmaculado dote de curandero.

Tomé un manojo y se lo fui untando por el cuello, por la nariz y por todo el cuerpo. Hacía un llamado religioso a todos los santos existentes y por haber para que apoyaran mi sortilegio, pero todo era inútil. No se notaba ninguna mejoría en mi paciente, sino todo lo contrario, mi enfermo empeoraba cada vez más; sin embargo, no podía desistir de mis buenas intenciones; tenía que redoblar todos mis esfuerzos. ¿Cómo podía claudicar, si mi honor estaba de por medio? Tenía que demostrar mi sapiencia, a como diera lugar.

Hubiera seguido insistiendo, si no hubiese escuchado imperceptiblemente unas suplicantes palabras del chofer que me decía:

¡Por favor... la hierba! ¡Por favor... la hierba! por favor deje de estregarme la hierba.

Lo había comprendido todo: "Limonada" era alérgico a la ruda. Su mal había comenzado desde el primer momento en que subí al camión ¡cuánta pena! como pude y con una vergüenza que me consumía por dentro bajé del autobús, cabizbajo. No necesitaba que me lo ordenaran, pero no podía deshacerme de mi herramienta de trabajo, así que terminé el viaje a Bécal a pie, mientras el camión se perdía de mi vista, allí en la lejanía, convirtiéndose en un puntito en el horizonte.

 

 

* Andrés Jesús González Kantún nació en Calkiní. Es maestro jubilado de Educación Secundaria, en la especialidad de Español. Ha narrado y recopilado leyendas e historias de la región, publicadas en revistas como "Cal-K'ín".

 

Volver

 

Fuente: U tuuk' Kaan. No. 2. Revista Literaria del Grupo Génali. Calkiní, Campeche, 1999. 48 pp.