Planta medicinal
propia de nuestra región; de olor penetrante y desagradable.
Su período de vida es de uno a dos años. Es amiga
entrañable de los médicos empíricos (hierbateros)
y de los merolicos de mercado.
Sus propiedades
medicinales, en la mayoría de las veces son efectivas,
pues usada con sutileza y una elocuencia luciferina aleja a los
espíritus malignos en personas hipocondríacas que
padecen del cuerpo o del corazón.
El manejo
hábil de esta rutácea permite conjurar toda clase
de sortilegios; cura a niños que contraen "el mal
de ojo"; controla el mal del hígado de las personas
potenciales a la esquizofrenia; neutraliza el carácter
nervioso de personas histéricas, en fin se utiliza para
diversos propósitos buenos o malos.
A pesar de
las tantas propiedades que se le conocen, la ruda es una hierba
muy sensible y sensual.
Nunca menciones
en su presencia la belleza porque se sonroja y luego se marchita
y muere de tristeza.
Pues bien,
el personaje principal de esta historia lo protagoniza esta multifacética
herbácea. Se trata de un hecho anecdótico acaecido
en estos lugares del Camino Real.
Había
abordado el camión en Calkiní para dirigirme a la
villa de Bécal. Llevaba en la diestra un sabucán
lleno de la rozagante rutácea. La había adquirido
preguntando de casa en casa. Ese día tendría material
para mi duro trabajo de agorero rural. Ahora que recuerdo el camión
era conducido por un señor a quien apodaban cariñosamente
"Limonada". Era de estatura pequeña, de tez morena,
abdomen abultado y escasos bigotes y de carácter bonachón.
Este buen amigo ya había sufrido varios accidentes, algunos
de consecuencias funestas como aquel sufrido en una clausura de
la Normal de Hecelchakán, en donde murieron gente de mi
pueblo y de otros lugares; pero siempre había salido ileso.
Pues bien, subí al autobús. Era lunes, un "San
lunes", como acostumbraban decir por estos rumbos. El camión
en que viajábamos iba atestado de gente, y rezumaba el
ambiente un sudor inaguantable de gentes de todas las clases sociales,
de individuos que se lamentaban de la carestía de la vida,
pero siempre esperanzados de un milagro, que cambiaría
el rumbo de sus existencias.
Tan ensimismado
estaba en mis reflexiones que no alcancé a percibir el
momento en que el camión empezó a zigzaguear; el
griterío de la gente me volvió a la realidad. El
camión daba frenones bruscos, rasuraba el hierbajo de la
orilla de la carretera; la muchedumbre acuñada pegaba gritos
histéricos. Había angustia colectiva. Las maletas
y bultos acomodados en las canastillas del equipaje caían
desparramándose por todos lados. Era un verdadero caos.
Finalmente, el camión con un esfuerzo sobrehumano del chofer
se detuvo. No hubo nada que lamentar.
- ¡El
chofer! ¡El chofer! -Alguien gritó.
El chofer
en el cual coincidieron todas las miradas, había escurrido
las manos del volante, uno por uno los dedos que descolgaron suavemente
hasta caer al piso del camión. Las manos sudorosas, la
cara sudorosa, el cuerpo sudoroso; todo él sudaba como
su misa alma.
Se quejaba
dolorosamente.
- ¡Un
médico! ¡Un médico! -gritaban algunos.
- ¡El chofer se ve muy mal! -gritaba ruidosamente una señora
gorda.
Fue en ese
momento cuando decidí entrar en acción. Rápidamente
a diestra y siniestra me hice brecha, y a fuerza de empujones,
codazos y pisotones pude llegar todo magullado hasta donde se
encontraban el desfallecido conductor que se retorcía de
dolor; se le volvían los ojos, se restregaba desesperadamente
la nariz, se convulsionaba apretándose su vientre prominente
presagiando un vómito irremediable.
Agilmente
y con cierta torpeza producto del nerviosismo fui sacando del
morral que colgaba de mi brazo un fresco ramillete de la exuberante
hierba. Era el momento apropiado para demostrar ante un público
improvisado mi inmaculado dote de curandero.
Tomé
un manojo y se lo fui untando por el cuello, por la nariz y por
todo el cuerpo. Hacía un llamado religioso a todos los
santos existentes y por haber para que apoyaran mi sortilegio,
pero todo era inútil. No se notaba ninguna mejoría
en mi paciente, sino todo lo contrario, mi enfermo empeoraba cada
vez más; sin embargo, no podía desistir de mis buenas
intenciones; tenía que redoblar todos mis esfuerzos. ¿Cómo
podía claudicar, si mi honor estaba de por medio? Tenía
que demostrar mi sapiencia, a como diera lugar.
Hubiera seguido
insistiendo, si no hubiese escuchado imperceptiblemente unas suplicantes
palabras del chofer que me decía:
¡Por
favor... la hierba! ¡Por favor... la hierba! por favor deje
de estregarme la hierba.
Lo había
comprendido todo: "Limonada" era alérgico a la
ruda. Su mal había comenzado desde el primer momento en
que subí al camión ¡cuánta pena! como
pude y con una vergüenza que me consumía por dentro
bajé del autobús, cabizbajo. No necesitaba que me
lo ordenaran, pero no podía deshacerme de mi herramienta
de trabajo, así que terminé el viaje a Bécal
a pie, mientras el camión se perdía de mi vista,
allí en la lejanía, convirtiéndose en un
puntito en el horizonte.
|